El orden material del saber académico

El pasado 20 de mayo, en los Archives nationales (Pierrefitte-sur-Seine), se organizó un coloquio en torno a “Comment faire l’histoire des sciences sociales ?“. El taller tomaba como excusa la aparición de diversas obras sobre la historia de las ciencias sociales. De entre todas ellas y sus respectivos autores, nos detendremos aquí en el volumen de la historiadora, archivista y paleógrafa Françoise Waquet: L’ordre matériel du savoir. Comment les savants travaillent (XVIe-XXIe siècle), publicada por el CNRS.

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Veamos en primer lugar el paratexto editorial:

“El artículo, el gráfico, la ficha, el cartel, el cuaderno de laboratorio, son algunas de las muchas herramientas de trabajo científico estudiadas en este libro, que ofrece una historia material de la  cultura erudita entre los siglos XVI y XXI. Se pone de manifiesto, de la medicina a la arqueología, de la geografía a la cirugía, lo que se nos escapa más allá de los resultados: la masa imponente de las herramientas disponibles, su diversidad, su constante aumento . Se añade a ello los recursos de los propios científicos, los de sus sentidos educados o amplificados por múltiples instrumentos. Las fascinantes configuraciones que estas herramientas y su empleo crean entre escritura, imagen, palabra, mirada y gesto revelan la naturaleza compuesta, multimedia y multisensorial del orden razonado del saber.

Explorar la ciencia en su materialidad arroja nueva luz sobre áreas enteras de la historia intelectual. Las herramientas de trabajo no son simples pormenores de las ideas. Están estrechamente involucrados en el conocimiento, entre la objetividad científica y los elementos tomados de la experiencia de los sentidos. Un ensayo de antropología de los saberes que proporciona una mirada original sobre la cotidianeidad de la ciencia”.

Dicho esto, el volumen ha tenido una buena recepción, por tratarse de un libro que aborda un tema conocido desde una óptica diversa, pues no es un compendio de las teorías que han ido desplegando (o explican el funcionamiento de) las ciencias sociales, sino desde las herramientas que han empleado sus pracicantes. Y, como ejemplo, de esa acogida, veamos algunos párrafos de la reseña de Christian Ruby para nonfiction:

“(…)

Desde un punto de vista conceptual, el reto de este trabajo -que cruza ampliamente el espacio científico: astronomía, biología, matemáticas, ciencias sociales, medicina, … – está muy bien indicado en las primeras páginas: explorar una cultura (la cultura erudita) en su materialidad, en su dimensión no-conceptual si se quiere, a pesar de que, precisamente, no yerra separando espíritu y herramienta. La autora pretende desarrollar una “ecología del conocimiento”.

(…) El enfoque consiste en la voluntad de inventariar, describir, analizar. Además, “explorar la historia material de la cultura erudita  supone una relectura de esa misma cultura”. Rápidamente nos convencemos.

El punto de partida: una mirada a la mesa de algunos estudiosos. Fotografías bien conocidas muestran el despacho de Gaston Bachelard en 1961. Libros, dossiers, saturación máximao, mejor dicho, una leonera. El aspecto más curioso es sin duda la acumulación. La ciencia en marcha no soporta la suciedad, pero convive bien con el desorden (aparente). ¿Cómo desentrañar estas masas de objetos (de trabajo)? La autora consulta al respecto archivos de todo tipo para captar una regla de la organización: oral (incluidos los tribunales y las cartas), escrituras (extractos, fichas, libros, manuscritos), impresos (libros, pero también libros sobre libros (bibliografías), periódicos), imágenes, así como objetos y otros instrumentos. La observación de las prácticas de trabajo científico conduce a la autora a muchos nombres (de Bachelard, ya citado, a Farabeuf, pasando por los biólogos y los arqueólogos hasta Claude Lévi-Strauss, que tiene el honor de cubrir las primeras páginas del libro). Las enumeraciones son abundantes pero descubren una materialidad de la investigación generalmente poco considerada, y sin la cual los científicos no habrían podido producir, avanzar y transferir conocimientos.

Luego, la autora se centra en los propios productos (intelectuales) de la investigación: el seminario, la ficha, la revista, la gráfica. Es cierto que la autora se cuida de señalar que no habla de todo, cosa que  tendría poco sentido. Pero por encima de todo toma estas cuestiones de una manera particular: toma las prácticas de los usuarios cuando inventan esta o aquella herramienta, conformándola y adaptándola  a las necesidades. Fijémonos, por ejemplo, en el seminario: la forma se habría inventado a finales del siglo XVII y su historia tiene origen en el mundo germánico (1695, luego 1737). Los estudiosos que viajaron a través del Rin quedaron impresionados por esta institución. Aunque las definiciones de seminario varían (trabajo, privilegiados y conferencia que complementa el curso). El seminario tendrá lugar en casa del profesor antes de que lo adopten las autoridades públicas. Curiosamente el primer seminario destacable (1737) fue diseñado para capacitar a los enseñantes para reemplazar a los clérigos en las escuelas. Fuera del área germánica, el seminario no siempre fue una institución ricamente dotada, con locales, biblioteca y otros recursos. En Francia, la institución es más tardía y plantea un problema nominal: el seminario recuerda demasiado a la Iglesia, así que se preferirá inicialmente conferencias. El mismo tipo de análisis se desarrolla en este capítulo acerca de las fichas  (que toca muy de cerca a la organización del trabajo intelectual), necesarias para ahorrar tiempo, energía y dinero. Obligan a reducir las notas y organizan la materia intelectual.

En este conocimiento material-intelectual, hay un elemento absolutamente crucial cuya importancia no suele destacarse, probablemente debido a que requiere tocar la creencia en un dualismo alma-cuerpo – incluso a otras razones mencionadas en el libro-, en el que el pensamiento y la investigación se concentran en una sola alma, un cuerpo desencarnado, por tanto. Y, sin embargo, el investigador tiene un cuerpo: actitudes, posturas, sentado o de pie, y otras “técnicas del cuerpo”, como conceptualizaba Marcel Mauss. (…)

(…)

Un último punto a mencionar: el lugar de la conversación como técnica de investigación científica. Las conversaciones de estudiosos en las academias son formas sencillas de aprender más plenamente, más rápidamente que leyendo libros. Las conversaciones permiten la aparición de puntos sensibles, una atención más precisa. Los frutos que uno recoge de la conversación no tienen precio. Es sorprendente, en este sentido,  no ver citados los comentarios de otros investigadores sobre el tema de la conversación (Marc Fumaroli, Benedetta Craveri,…).

Desde una perspectiva más amplia, es evidente que esta investigación -centrada en el mundo del trabajo científico y la diversidad de sus herramientas intelectuales- no sólo permite el inventario que se nos presenta, sino que induce a una reflexión sobre la invención en la ciencia, en los laboratorios, en los lugares del conocimiento, en las aulas, en las salas de conferencias, sobre el terreno… Nos muestra explícitamente que los científicos se aventuran siempre en los márgenes del conocimiento, mientras inventan instrumentos nuevos para construir nuevos objetos con nuevos métodos” .

Copyright: nonfiction.fr / Creative Commons (CC)

Stalin: nueva biografía

A pesar de los pesares, a pesar de las muchas obras que se le han dedicado, a pesar de que el pasado año apareció el primer volumen de la anunciada trilogía de Stephen Kotkin (Stalin. Paradoxes of Power, 1878-1928. Penguin), las aproximaciones biográficas al célebre dictador no cesan. La última lleva por título Stalin. New Biography of a Dictator (Yale UP), con la particularidad de que está firmada por un especilista ruso,  Oleg V. Khlevniuk, y de que la obra aparece al unísono en aquel mercado, aunque con un subtítulo algo distinto (Corpus).

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Sea como fuere, esta es la presentación del editor americano:

“Josef Stalin ejerció el poder supremo en la Unión Soviética desde 1929 hasta su muerte en 1953. Durante ese cuarto de siglo, según la estimación de Oleg Khlevniuk, causó el encarcelamiento y la ejecución de no menos de un millón de ciudadanos soviéticos por año. Millones más fueron víctimas de la hambruna como resultado directo de la política de Stalin. ¿Qué lo llevó hacia tal crueldad? Esta biografía esencial, obra del autor más profundamente familiarizado con los vastos archivos de la era soviética, ofrece un retrato sin precedentes y sutil de Stalin, del hombre y del dictador. Sin mitificar a Stalin como benevolente o genio del mal, Khlevniuk resuelve numerosas controversias acerca de eventos específicos en la vida del dictador reuniendo muchos cientos de cartas, memorandos, informes y diarios hasta ahora desconocidos en una narración completa y convincente de una vida que alteró el curso de la historia mundial.

En resumen, con prólogos reveladores a cada capítulo, Khlevniuk lleva al lector a la dacha favorita de Stalin, donde el círculo más íntimo de la dirección soviética se reunía mientras su vozhd agonizaba. Capítulos cronológicos iluminan a continuación los temas principales: la infancia de Stalin, su participación en la Revolución y el temprano gobierno bolchevique bajo Lenin, su asunción del poder indiviso y el mandato para la industrialización y la colectivización, el Terror, la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. En la conclusión del libro, el autor ofrece una advertencia contundente contra la nostalgia de la era estalinista”.

Y así empieza el volumen:

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“Durante más de dos décadas, he estado estudiando a este hombre y las causas y la lógica que subyacen a sus acciones, que trastocaron o destruyeron completamente millones y millones de vidas. Este trabajo ha sido estresante y emocionalmente agotador, pero es mi vocación. Últimamente, las vueltas paradójicos de la historia reciente de Rusia, la intoxicación masiva de mentes con mitos de un Stalin “alternativo” -uno cuya administración eficaz se mantendría como un modelo digno de emulación- han dado a mi investigación algo más que relevancia académica.

La literatura sobre Stalin y su época es increíblemente enorme. Incluso los estudiosos del estalinismo admiten libremente no haber visto ni la mitad de ella. Dentro de esta inmensa, seria y meticulosamente documentada investigación coexisten juntaletras descuidados y chapuceros que improvisan anécdotas, rumores y mentiras. Los dos campos -la historia académica y las divagaciones pedestres (generalmente pro-Stalin)- rara vez se cruzan y desde hace mucho tiempo han renunciado a la idea de la reconciliación”.

**

Pero, más allá de esos dos párrafos y de la presentación editorial, recomiendo (amén del propio libro), la breve y estimulante reseña de Pablo Marín en el rotativo chileno La Tercera:

“Josef Stalin sufrió el 1 de marzo de 1953 una hemorragia cerebral en una habitación de su dacha próxima a Moscú, la misma que había consagrado a la agricultura y a la que se arrancaba cada vez que podía. Cuatro días más tarde, y por primera vez desde la muerte de V.I. Lenin (1924), la Unión Soviética enfrentaba  una sucesión en el más alto rango del gobernante Partido Comunista.

Como Lenin, Stalin no había designado un reemplazante ni creado un mecanismo legal que protocolizara la transmisión del enorme poder del partido único. Por el contrario, observa Oleg Khlevniuk, “hizo todo lo que pudo para bloquear la aparición de un sucesor y para infundir un sentido de indignidad política en sus colaboradores”. Al concentrar en sus propias manos la toma de decisiones superiores, agrega el autor de la más reciente biografía de Stalin, se aseguró de que los demás miembros del máximo órgano partidario, el Politburó, tuviesen poca información y poca autoridad, incluso en las áreas de las que eran inmediatamente responsables. Llevado por la sed de poder, el egocentrismo político y en medio de una inestabilidad emocional senil, remata, “pareció adoptar respecto del futuro post-estalinista una actitud del tipo, ‘después de mí, el diluvio’.

En la más reciente biografía del personaje (Stalin. New biography of a dictator), Khlevniuk muestra detalladamente cómo, mientras duró la agonía del líder comunista, los miembros del Politburó lo despojaban de los poderes incontrarrestables que había acumulado. No para cederlos a un heredero, que no lo había, sino para repartirlo entre diversos dirigentes.

Así, en paralelo a la conmoción entre millones de soviéticos y entre los comunistas del mundo (en Santiago, los militantes de entonces pintaron en las paredes frases como “El rey de la paz ha muerto”), se retomó el liderazgo colectivo que alguna vez tuvo el Politburó y se buscó “evitar la aparición de otro tirano”. Se concedieron ciertas libertades y se dio curso a reformas que el difunto líder había bloquedo en virtud de su poder total.

Por entonces, se escribía ya la historia de su biografía, pero sólo el colapso de la URSS y la subsecuente apertura de sus archivos secretos, a principios de los 90, hizo posible una verdadera inmersión en las distintas áreas de su vida. Obras como la de Robert Service (Stalin: A biography, 2005) han sido esenciales para dejar atrás, no sólo la fábula monocausal del tirano enloquecido, sino también interpretaciones como la de su camarada y luego enemigo León Trotski, que vio en el vzhod (líder) un lumpenburócrata que se arrimó al poder a punta de disciplina y cínico oportunismo. Un nuevo e importante paso es el que da ahora Khlevniuk. Autor de un reputado estudio sobre el círculo íntimo de Stalin (Master of the house, 2008) y editor de su correspondencia, el historiador sitúa al lector de Stalin. New biography of a dictator (Yale U. Press, 2015) en el país donde escribe la obra, donde usó fuentes muy diversas para llamar la atención respecto de un hecho nada obvio entre los occidentales: los crímenes y el totalitarismo asociados al personajes han cedido su lugar, entre los rusos, a la imagen del héroe de la II Guerra. De un ruso entre los rusos. Por ello, más que nunca, cabe volver a su particular trayectoria vital.

El poder y la furia

Advierte el autor: que no se busque en los primeros años de Stalin la semilla de la demencia o del mal. No hay un dictador en potencia por entonces, sino un niño georgiano, Ioseb Jughashvili, que hasta los 9 años no hablaba una palabra de ruso. Que no vivió en la miseria ni en el abandono, sino que tuvo “una niñez más bien normal y cómoda”.

Nacido en en 1878 en Gori, Georgia (por entonces territorio del Imperio ruso), Jughashvili fue inscrito en 1894 en el seminario de Tiflis: una carrera religiosa era un buen prospecto para el hijo único de una madre que había quedado sola tras la muerte de sus otros dos pequeños y el abandono de su esposo. El joven Ioseb tenía buenas notas, pero también un espíritu rebelde que se opuso a la férrea disciplina y dedicación personal que imponía. Tanto así, que sus estudios terminaron anticipadamente.

Pero no dejaría de creer, afirma Khlevniuk: “Para el joven seminarista, la naturaleza todoabarcativa del marxismo, casi religiosa en su universalidad, fue muy atractiva, llenando la brecha creada por su desilusión religiosa”. Por otro lado, su fascinación con la rebeldía de corte romántico se fusionó con un nacionalismo georgiano nutrido por lecturas como El patricidio, de Alexandre Kazbegi: el héroe de esta novela, un vengador temerario llamado Koba, le daría el seudónimo por el que se le conocería (y el título de una ficción biográfica de Martin Amis).

Para 1903 ya usaba el sobrenombre de Stalin, su nombre se había “rusificado” (de Ioseb pasó a Iosif) y escalaba en el poder dentro del ala más radical del Partido Socialdemócrata ruso, liderada por Lenin. Si bien en ciertos momentos disintió de sus estrategias, se convenció de la necesidad de una revolución obrera azuzada por revolucionarios profesionales. Estos últimos, los bolcheviques, aun siendo una porción diminuta dentro de la duma que debió llenar el vacío dejado por el zar Nicolás II en 1917, tuvieron el desenfado de tomar la conducción del proceso, disolver la asamblea constituyente y entregar “todo el poder a los soviets”.

Explica Khlevniuk que la URSS nació de la I Guerra Mundial, se consolidó en virtud de una guerra civil y de sucesivas represiones que dejaron millones de muertos. En tales circunstancias, el propio argumento de un “enemigo interno” (polaco, alemán, zarista o retornado de Siberia) tuvo por largo tiempo suficiente piso para alimentar sin dificultades políticas el exterminio como rara vez se ha visto en la historia, siendo el “Gran Terror” el caso más notorio: la eventual amenaza de cualquier grupo o individuo justificó el arresto de 1.600.000 personas y el asesinato de 700 mil de ellas entre mediados de 1937 y noviembre de 1938.

La naturaleza de estos crímenes ha dado pie a hipótesis de demencia que Khlevniuk no suscribe, entre otras cosas por inverificables. Sin embargo, el autor da indicios de la salud mental estaliniana para ese período: de sus episodios de intensa furia e incluso de ciertos comentarios disponibles en su correspondencia. El 10 de septiembre de 1937, por ejemplo, le envía un télex a Nikolái Ivánovich Yezhov, jefe del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD, la policía política). Allí le ordena “pasar la escoba” por cinco repúblicas de la Unión. Cuatro días más tarde, empuja al mismo funcionario a “limpiar la basura polaca”. ¿Quién era Josef Stalin en esos momentos? El libro de Khlevniuk es, hasta el momento, uno de los más puntillosos intentos de llegar a saberlo.

Reproducido con permiso del autor.

© YALE UNIVERSITY PRESS – Pablo Marín / Grupo Copesa

Tito y sus camaradas. Biografía del mariscal

Al fin, tras cuatro años desde que se editará en esloveno (Cankarjeva založba), se traduce (al italiano) la única y monumental biografía del mariscal Tito.  La obra (Tito e i suoi compagni. Einaudi) respeta el título original  y su autor es Jože Pirjevec, un reputado historiador italiano (nacido en Trieste y de habla eslovena). Ha de señalarse, además, que este estudioso pasa por ser uno de los mejores especialistas en las guerras que condujeron a la desintegración yugoeslava y que, si bien se le cita y se le menciona en algunas ocasiones, no es muy conocido entre nosotros. Motivo añadido, pues, que justifica dar cuenta de esta traducción, que no novedad.

Tito e i suoi compagni

He aquí las palabras promocionales del editor:

“Déspota o rebelde? A pesar de cuarenta años de dictadura, no puede considerarse a Tito como un tirano similar a Stalin: por el contrario, precisamente porque se había rebelado contra el terror estalinista, estableciendo en Yugoslavia un socialismo  “autogestionado” con rostro humano, Tito se ha quedado en la memoria de muchos de sus “súbditos” como un hombre al que estar agradecido. La Yugoslavia que dejó a su muerte fue muy diferente de la de 1945:  había pasado del régimen estalinista centralizado al  “socialismo de mercado”, experimentando una rápida industrialización, mediante la cual las masas disfrutaron de un crecimiento constante de la calidad de vida, aunque fuera debido en gran parte a la ayuda externa. Aunque el poder estaba en manos del Partido, el sistema autogestionado permitió a los ciudadanos  ejercer cierta influencia en la vida política. Se prohibía la oposición, pero la vida intelectual no estaba sujeta a censura previa y las fronteras estaban realmente abierto al paso de las personas y las ideas. Sin Tito, no habría habido ruptura con Stalin. A su favor queda también su rebelión épica contra Hitler y Mussolini, que aseguró a los pueblos yugoslavos la victoria sobre los fascistas. Por otra parte, desde los años cincuenta, se las arregló para escapar a los cantos de sirena de Occidente, haciéndose cargo de los países “no alineados”. No debe pasarse por alto, sin embargo, el fracaso del régimen de Tito, incapaz de mantenerse sin su fuerza de cohesión  y de llevar el experimento de autogestión hacia una democracia pluralista moderna”.

Y, como es habitual, los primeros y último párrafos de la introducción:

“Desde el día en que entró en la historia, el 10 de Noviembre de 1928, con su comportamiento orgulloso ante el tribunal en Zagreb que lo condenó a una fuerte pena de prisión por comunista, Tito despertó el interés de los contemporáneos por la expresividad de sus ojos. El corresponsal del periódico Novosti lo describió en aquel  momento así: “Los rasgos de su rostro traen a la mente el acero. A través de sus quevedos, sus ojos claros se ven fríos, pero enérgicos y calmadis”.

Miroslav Krleža, poeta, escritor y reportero de la provincia croata y yugoslava, en un breve ensayo, Il ritorno di Tito nel 1937, recuerda a su vez:

Estoy sentado en la penumbra de mi habitación y observo las nubes […] En medio de este silencio  suena la campanilla de la puerta […] Me levanto, atravieso el apartamento, abro […] y tras el vidrio de la puerta hay un extraño. […] Pasados nueve años, Tito era como una sombra de antaño y al principio me parecía que no había cambiado mucho, pero a la vez también había cambiado mucho, de hecho. Seis años de prisión y tres años de exilio habían borrado de su rostro la expresión de ingenua e inmediata frescura y, en vez de un hombre joven y sonriente, era un extranjero serio y silencioso, cuyos ojos tras sus quevedos parecían oscuros, casi severos

Con su viejo y al tiempo nuevo conocido, Krleža se sumergió en un diálogo que duró hasta el amanecer, aprendiendo mucho de su azarosa vida y de sus ideas revolucionarias. Tito también habló de la nostalgia del hogar, de aquella noche que, tras regresar de Moscú, lo llevó a la aldea donde nació, Kumrovec, sabiendo que se arriesgaba mucho, ya que vivía en la ilegalidad como destacado comunista. Se había aventurado hasta la casa del padre y tuvo la impresión de que en ese lugar remoto nada había cambiado desde que había estado allí la última vez, a pesar de los acontecimientos que habían transformado el mundo.

(…)

Y, por último, la impresión de Henry Kissinger, secretario de Estado del presidente estadounidense Richard Nixon: Tito era un hombre “cuyos ojos no siempre sonreían con su cara”  ¿Kissinger sabía que de Stalin se decía lo mismo?  Tal vez porque él también tenía un rasgo semejante, Stalin lo reconoció inmediatamente. En una de las primeras reuniones con Tito, en septiembre-octubre de 1944, dijo: “¿Por qué tiene ojos de lince? No es bueno. Ha de reirse con los ojos. Y después hundir el cuchillo en la espalda”. En el momento de la ruptura con el Kominform, un representante de los eslovenos de Trieste dijo: “Con Tito no hay que bromear. Tiene ojos de víbora”. La amenaza en los ojos de Tito fue especialmente advertida por Blagoje Nešković, importante comunista serbio, dogmático y nacionalista. Cuando, después de la ruptura con Stalin, el mariscal aseguró a Foster Dulles, secretario de Estado norteamericano, que en caso de guerra se habría aliado con Occidente, Nešković osó contradecirlo, diciendo que los serbios no le  seguirían y recordándole que no debería haber dicho algo como aquello sin la aprobación del partido. Tito reaccionó violentamente: “Sus ojos de gato salvaje brillaban con odio bestial: […] “Soy yo quien responde por Yugoslavia! Soy yo quien manda!”.

© Giulio Einaudi editore

El siglo XIX francés: la modernidad desencantada

Como suele acontecer en este blog, cuando el verano y la vacación despuntan en esta parte del Hemisferio uno advierte que ha ido postergando novedades que merecen mejor suerte. Así que, antes de que la parada estival se imponga, me referiré a una de ellas: La modernité désenchantée. Relire l’histoire du XIXe siècle français, de  Emmanuel Fureix y François Jarrige (La Découverte).

La modernité

Merece atención por diversos mortivos, algunos de los cuales de verán de inmediato. Pero, además, porque en determinadas historiografías (no la francesa ni la anglosajona), el XIX padece cierto maltrato académico, que se acentúa a medida que lo contemporáneo se ensancha hasta límites insospechados. Anque solo fuera como recordatorio de su importancia, vale la pena citar esta novedad.

Para la presntación, recurriremos a Los Clionautes, que al inicio de su reseña nos explican el contexto editorial de este volumen:

“Este libro es el tercero que aparece en una colección nacida en 2013, dedicada a la historiográfica y dirigida por Christian Delacroix, François Dosse y Patrick García. Los dos primeros volúmenes, escritos por Olivier y Philippe Forlin Joutard, estaban dedicados a la cuestión del fascismo y a la de la memoria (…). Dos maîtres de conférences, Emmanuel Fureix y François Jarrige, ya conocidos y reconocidos por sus respectivos trabajos, el primero más centrado en la historia política y cultural, el segundo dedicado principalmente a la historia de la industrialización y la tecnología, aceptaron un ambicioso reto: revisar la renovación de la historiografía del siglo XIX francés desde la década de 1980,  incluyendo tanto las obras publicadas en francés como en inglés. Los autores señalan en su introducción que “Estados Unidos es uno de los principales focos de escritura de la historia de Francia. El número de expertos académicos sobre la Francia del siglo XIX sobrepasa al de sus homólogos franceses. (…)“.

En cuanto a su contenido, esto dice el editor:

“El desencanto que acompaña nuestra modernidad nos hace más atentos a los hombres y mujeres que, en el siglo XIX, dudaban de las virtudes del progreso, de las fantasmagorías de la tecnología y de la omnipotencia del sujeto racional – así como de los grandes relatos convertidos en hegemónicos-, pero el reciente agotamiento ha cambiado profundamente la mirada que proyectamos sobre este siglo.
Desde hace unos treinta años, los historiadores vienen haciendo hincapié sobre las múltiples posibilidades que quedaron entonces entreabiertas y que acarreaban la semilla de una emancipación que no ha ocurrido. Están replanteando en profundidad los caminos de la industrialización y los conflictos que ha generado, restauran las mutaciones del tiempo y el espacio percibidos, deconstruyen las ilusiones de la cultura “democrática” y de un “universalismo”  exclusivamente blanco y masculino, trazando también las formas plurales de la experiencia colonial, entre violencia extrema y  acomodo …
Estos son los movimientos historiográficos, y muchos otros, sobre los que este libro ofrece un panorama magistral,  académico y lleno de vida a un tiempo,  anclado en la carne del pasado y ansioso de que el lector capte lo que nos separa y nos aproxima a la sociedad de aquella época. Este libro conserva del siglo XIX su deseo de recapitular -sin bloquear-, del XX su optimismo mesurado y del XXI su inquietud reflexiva”

Lo anterior se pude complementar con alguna de las diversas reseñas aparecidas.  Una de ellas, la del vecino blog aggiornamento, empieza así:

“`¿No es presuntuoso ofrecer hoy una síntesis de las relecturas del siglo XIX francés?´. Que los autores, Emmanuel Fureix y François Jarrige, el editor y los lectores me perdonen que haya empezado una reseña citando bruscamente, haciendo caso omiso de todas las convenciones, la conclusión de La Modernité désenchantée. Relire l’histoire du XIXe siècle français. Sin embargo, ahí radica la ambición, el desafío y el éxito de este libro, impresionante síntesis historiográfica -pero no solo eso. Lejos de ser retórica, esta pregunta pone de relieve la constante reflexividad aplicada. En este caso, la insatisfacción razonada y la duda llevan a una exigencia científica y a un horizonte de acción `Si la sociología debe hacer la `realidad inaceptable´, según Luc Boltanski, a nuestro parecer la historia debe hacer el presente insatisfactorio´. Esta no es la menor de las conclusiones de este hermoso libro magistralmente compuesto. (…)”.

Y se puede concluir, por ejemplo,  como lo hace Dominique Kalifa en Libération:

“Dado que los autores señalan correctamente la débil cumulabilité del conocimiento histórico siempre dependiente de los contextos en los que emerge, dado que muestran que las perspectivas antes pertinentes ya no lo son hoy en día, ¿qué pensar de todas estas “renovaciones “actuales? ¿Para qué  realzar los “trabajos recientes” si mañana serán condenados a la misma suerte que los de ayer? ¿Su interés no está en lo que nos dicen, no sobre el siglo XIX o de pasada, sino sobre nuestro propio tiempo? Esto, Emmanuel Fureix y François Jarrige lo perciben bien, pero no lo desarrollan, o apenas. Abordarlo frontalmente cambiaría a buen seguro la función y la escritura de la historia”.

© Éditions La Découverte, 2015 / aggiornamento hist-geo / La Cliothèque / Libération

Pensamiento y política en el mundo árabe

Como vino a decir el periodista Tomás Alcoverro en cierta ocasión, si uno desea una “interpretación profana de los conflictos del Oriente Medio” la mejor solución es acudir al historiador,  ecomonista y exministro libanés Georges Corm (reciente premio ‘Valor’ a la Tolerancia ante la diversidad).  Y no hay excusa, porque contamos con las traducciones de sus libros, con sus artículos y con un reciente volumen francés, que el autor ha estado presentando a lo largo del pasado mes de mayo: Pensée et politique dans le monde arabe. Contextes historiques et problématiques, XIXe-XXIe siècle (La Découverte).

Georges CORM pensee

Veamos parte de la breve presentación del editor:

“Esta obra expone las múltiples facetas del pensamiento político árabe desde el siglo XIX, inscrito en la riqueza de una cultura poco conocida. Con este vasto panorama, vívido y erudito, Georges Corm da testimonio de la vitalidad de este pensamiento y de las grandes controversias que lo han atravesado. Nos muestra que sus actores, lejos de estar atados por el corsé  teológico-político descrito por algunos relatos canónicos sobre los árabes y el islam, a menudo han expresado un fuerte pensamiento crítico acerca de lo religioso, lo filosófico, lo antropológico y lo político.

Inscribiendo la obra de estos pensadores en la vorágine de agitaciones geopolíticas y socioeconómicas que han marcado el mundo árabe desde hace dos siglos, nos explica cómo las poderosas hegemonías externas, militares, académicas y mediáticas han contribuido a marginar el pensamiento crítico árabe. Esto ha facilitado la instalación hegemónica del pensamiento islamista, instrumentalizado tanto por algunos regímenes árabes como por sus protectores occidentales. Trazando finamente los avatares sucesivos del nacionalismo árabe modernista, confrontado desde la década de 1950 con el doble desafío de la creación del Estado de Israel y la riqueza petrolera, Georges Corm nos ofrece las claves para la comprensión de las revueltas árabes libertarias de 2011, así como de las contrarrevoluciones e intervenciones externas que siguieron.
(…)”

Como complemento, recomiendo alguna de las entrevistas que le han realizado a lo largo del pasado mes de mayo, como la de France Culture, que se puede escuchar en su integridad.  O, en todo caso, la que concedió, mucho más breve, al portal Les clés du Moyen-Orient, aunque no trata sobre ese antedicho volumen. No obstante, es de esta última de la que entresacamos la primera de sus controvertidas respuestas:

“¿Cómo explicar el poderoso ascenso del Estado islámico desde junio de 2014?

Hay arios factores que explican esta extraordinaria e inverosímil toma del poder de una organización terrorista sobre 40 000 km2 en el espacio de unos pocos días en Irak. Es un fenómeno que, en efecto, conviene explicar. Creo que el factor principal es probablemente el hecho de que a los militares ocupaban la ciudad de Mosul y otras ciudades probablemente les pagaron para que no lucharan  y dejaran allí sus armas. Esto es lo que se constata durante la intervención estadounidense en Irak, pues se sabe que los estadounidenses sobornaron a los generales de la Guardia Presidencial, que tenían a su cargo la defensa de Bagdad. No se disparó ni un tiro. También se supo que los generales fueron expatriados a los Estados Unidos. Creo que tenemos lo mismo con el EI. Se dice que antiguos militares del régimen de Saddam Hussein, que habían sido todos despedidos por el Alto Comisionado estadounidense, Paul Bremer, se han unido al EI para vengarse.

Además, este llamado Estado islámico, del que todo el mundo tiende a olvidar que no es más que una organización terrorista, ha jugado un papel desde hace tiempo en Irak. Recordemos que el régimen de Saddam Hussein no tenía ninguna relación con el terrorismo, antes al contrario  el régimen fue considerado por al-Qaeda como un régimen “impío” a abatir. Cuando los estadounidenses invadieron Irak con el pretexto de que su gobierno tenía vínculos con el terrorismo y tenía armas de destrucción masiva, esto ayudó a que prosperara un terrorismo que no existía en Irak. Inicialmente, la organización del Estado islámico, que es una rama de Al Qaeda, luchó contra el Ejército de Estados Unidos. Muy rápidamente, también tomó ese giro de terrorismo contra los chiítas. En la actualidad, Irak tiene exactamente la misma estructura que la que se generó con los talibanes, creados por la acción conjunta de los servicios secretos paquistaníes, Estados Unidos y Arabia. Hoy en día, esta misma estructura se repite en Irak, alimentada, en cuanto a la logística, por Turquía, miembro de la OTAN, así como por Qatar y Arabia Saudita.

Estos factores han permitido que el EI conquiste el interior de Irak, también con el deseo de derrocar al régimen sirio, que se ha convertido en la “bestia negra” de muchos gobiernos occidentales (liderados por Francia), árabes y de Turquía. De ese modo, han acabado ayudando no sólo al EI, sino también a la otra organización terrorista que actúa en Siria, al-Nosra.

La organización al-Nosra, de hecho, ha causado violentos estragos en Siria y la frontera libanesa. Recordemos que unos 30 soldados del ejército libanés fueron secuestrados en el interior del territorio libanés, de los que 4 o 5 fueron decapitados. Al-Nosra solicita que todos los prisinoros islamistas en poder de la justicia libanesa acusados de actos terroristas en el Líbano sean liberados. Sabemos que al-Nosra, logísticamente, es ayudada por el ejército israelí, que bombardea Siria para ayudar a los combatientes de al-Nosra. También sabemos que los heridos al-Nosra son tratados en hospitales israelíes.

(…)”

 © Copyright: Éditions La Découverte / Les clés du Moyen-Orient

 

 

 

La Europa del siglo XX (de Konrad H. Jarausch)

Poco conocido entre nosotros, Konrad H. Jarausch es un destacado y prolífico historiador que se desempeña en la UNC Chapel Hill. De hecho, ha escrito varios libros sobre Alemania y Europa en general, además de ser editor de los Zeithistorische Forschungen / Studies in Contemporary History. Y ahora nos presenta su obra de síntesis definitiva, un volumen que, si hemos de creer lo que Jürgen Kocka afirma en el paratexto, “es la obra magna de un erudito excepcional. Konrad Jarausch narra el ascenso, caída y renacimiento de Europa en el siglo XX como un drama sin precedentes lleno de lados oscuros y catástrofes, pero también de progreso y esperanza. Hace que el estudio de la historia europea sea de nuevo una aventura intelectual”. Y ese libro se titula Out of Ashes: A New History of Europe in the Twentieth Century (Princeton UP).

Out of Ashes

Como siempre, empezamos con el resumen del editor:

“Extensa historia de la Europa del siglo XX, Out of Ashes relata una era de violencia y barbarie sin precedentes pero también de humanidad, prosperidad y promesas.

Konrad Jarausch describe cómo las naciones europeas emergieron del siglo XIX con grandes esperanzas para continuar el progreso material y orgullosas de su dominio imperial sobre el mundo, para enredarse en el derramamiento de sangre de la Primera Guerra Mundial, que puso fin a su optimismo y dio paso a la rivalidad de ideologías democrática, comunista y fascista. Muestra cómo la década de 1920 fue testigo de una renovada esperanza y un florecimiento del arte y la literatura modernista, pero también cómo la década terminó en colapso económico y dio lugar a una segunda y más devastadora guerra mundial y al genocidio en una escala sin precedentes. Jarausch explora a fondo cómo Europa Occidental se recuperó sorprendentemente debido a la ayuda estadounidense y la integración política. Por último, analiza cómo la Guerra Fría empujó el continente dividido al borde de la aniquilación nuclear y cómo el triunfo imprevisto del capitalismo liberal llegó a verse amenazado por el fundamentalismo islámico, la crisis económica mundial y un futuro incierto.

Un logro impresionante, Out of Ashes explora la paradoja del encuentro europeo con la modernidad en el siglo XX, arrojando nueva luz sobre por qué se llegó al cataclismo, la inhumanidad y la autodestrucción, pero también la justicia social, la democracia y la paz”.

Y continuamos, como viene siendo costumbre, con los primeros párrafos de la introducción (“The European Paradox“):

“Orgullosa de la mejora constante de sus vidas, la mayoría de la clase media europea saludó los albores del siglo XX con optimismo. Durante el verano de 1900, la Exposición Universal de París mostró estimulantes y confiados inventos y ofreció diseños futuristas que cautivaron a unos cincuenta millones de espectadores. Sus edificios permanentes y pabellones temporales en el Champs de Mars, así como el metro recién inaugurado, eran una extraña mezcla de historicismo y modernidad, mezclando un pasado idealizado con un art nouveau presente. Conectadas por un andén móvil, las exposiciones mostraron innovaciones tales como un telescopio gigante, el motor diesel y una locomotora rápida, junto con fotografías de grandes puentes y otros logros técnicos. La principal atracción fue el Palacio de Electricidad, una pantalla brillante de luz artificial que presagiaba lo que un ilustrador francés llamó “la vida eléctrica” ​​del futuro. La espléndida pantalla de la feria mundial de “las maravillas de la ciencia y la tecnología” reforzaba la “fe en el progreso ininterrumpido e imparable”.

Más espíritus críticos, sin embargo, advirtieron que la “enorme mecanización de la vida mediante el capitalismo y el superestado moderno” estaba creando una crisis peligrosa. Al líder del Partido Laborista escocés Kier Hardie le preocupaba la carrera de armamentos en tierra o mar y la amenaza de guerra con nuevos tipos de armas, mientras que otros estaban más preocupados por los peligros del imperialismo. Los comentaristas sociales se dividían entre los críticos de la decadencia que temían “la anarquía de las masas” y los escritores que, como Emile Zola, detestaban la búsqueda de dinero en los grandes almacenes y la explotación despiadada de los trabajadores en las minas. El Gran Rabino de Gran Bretaña, Hermann Adler, temía “el recrudecimiento de las antipatías raciales y las animosidades nacionales”, mientras que otros moralistas deploraban “ese egoísmo infernal llamado ‘individualismo’ por los pseudo-filósofos”. El novelista Conan Doyle despreciaba “la prensa desequilibrada, excitable y sensacionalista”, mientras que una dama de sociedad advirtió de la creciente” falta de rigor en el asunto del matrimonio”. Algunos observadores perspicaces sintieron que tras la fina capa de civilización una” forma más terrible y maligna de  barbarie” continuaba estando al acecho.

(…)”

© Copyright, Princeton University Press.

Los historiadores y las ciencias sociales

EL siempre recomendable portal HNN nos ofrece una pieza titulada: “Why Historians Should Use Social Science Insights When Writing History“,  escrita porJosiah Ober. Se trata de un clasicista, por tanto alejado de los confines de este blog, pero sus argumentos sobrepasan las áreas cronológicas y por eso mismo lo traemos a la bitácora:

Akropolis_by_Leo_von_Klenze
The Acropolis of Athens by Leo von Klenze. Neue Pinakothek (Gallery), Munich. Reconstruction of the Acropolis and Areus Pagus in Athens (1846). Public Domain. Wikipedia

“El estudio analítico de la antigua historia griega -que es el intento de describir con precisión el pasado, y explicar por qué y cómo  acontecimientos y tendencias sucedieron como lo hicieron (en reconocimiento “contrafactual”, qué cosas podrían haber sido diferentes)- se remonta a Herodoto y Tucídides. Los historiadores del mundo griego, durante muchas generaciones, han añadido nuevas herramientas al repertorio analítico. Algunas herramientas (epigrafía, numismática, prosopografia) han demostrado ser productivas; otras (psicohistoria) han decaído en gran medida.

En el siglo XXI, el modelado formal y la cuantificación, común en economía, ciencias políticas y otras ramas de las ciencias sociales,  han sido asumidas por algunas historias recientes de Grecia (y de Roma) – mi nuevo libro sobre The Rise and Fall of Classical Greece es un ejemplo. Si bien unos pocos historiadores de la antigüedad han mostrado su hostilidad hacia la empresa, con el argumento de que las herramientas de modelado/cuantificación son inherentemente sospechosas (porque son usadas por los economistas “neoliberales”, evidentemente), el destino de estas herramientas, al igual que el de las anteriores, dependerá de si los resultados son juzgados creíbles e interesantes.

Mientras tanto, uno puede preguntarse: ¿por qué molestarse?, ¿qué se supone que tenemos que ofrecer aquellos de nosotros que estamos empleando modelos formales y cuantificación?

Una respuesta es que mejores explicaciones de la cooperación social. La cooperación preocupa a cualquier persona que intente explicar la organización social y el cambio. Sin cooperación no hay un orden superior de bienes sociales, sean públicos o privados. Una idea básica de la reciente ciencia social es que la cooperación en un grupo pequeño con miembros estables es fácil (los desertores son fácilmente identificados y castigados), pero la cooperación en un grupo del tamaño de una ciudad-estado se vuelve difícil. La dificultad surge porque las preferencias individuales (“lo que es mejor para mí”) divergen de los intereses comunes (“lo que es en general mejor para nosotros”). Una política que beneficia al grupo (seguridad, infraestructuras) será costosa para algunas personas (soldados, contribuyentes), pero no para otras.

Todos se benefician de los bienes públicos, pero la mejor (egoísta) jugada es obtener ese beneficio sin pagar costes, dando a cada persona un incentivo para desertar o gorronear la cooperación de los demás. Puesto que todos tienen el mismo incentivo para desertar, la cooperación se derrumba o nunca consigue despegar. Y, sin embargo, la cooperación es evidente en muchos de los grandes grupos -incluyendo las polis griegas. Lo que se necesita, en ausencia de un tercero ejecutor (pensemos en el Leviatán de Hobbes) es el compromiso creíble de todos con un curso de acción que, si bien  impone costes a los particulares, beneficia a la sociedad en general (y por lo tanto a cada individuo). Los compromisos creíbles en los pequeños grupos surgen de la confianza y la supervisión mutuas. Los grupos grandes requieren de instituciones, formales o informales, que nivelen los incentivos individuales (razones para elegir la acción cooperativa A frente a la acción no cooperativa B), de modo que cada uno actúe de forma cooperativa sin temor a quedar como un tonto.

La idea básica fue bien entendida por Tucídides, Platón (libro II de La República) y Aristóteles (libro I de Política), entre otros. El moderno avance (siglos XVIII-XX) en el análisis de la cooperación llegó con el uso de modelos simplificados de decisión de situaciones  -dilema del prisionero, caza del ciervo, y sus variantes y alternativas- para permitir que los efectos de instituciones divergentes sobre  incentivos individuales pudieran ser formalizados y, por tanto, probados. Los modelos formales se basan normalmente en un supuesto simplificador (o “racionalidad limitada”: satisfacer más que maximizar) de agentes individuales racionales. Jugadores de este tipo toman decisiones en “juegos” con otros jugadores, en condiciones de mayor o menor información completa. Los jugadores calculan los costes y beneficios en el contexto de un juego con reglas (instituciones), que dan a cada jugador ciertos incentivos estructurados como recompensas.

El resultado del juego es estable (“en equilibrio”) si ningún jugador tiene una mejor jugada bajo las reglas fijadas. Cuando los historiadores se toparon por primera vez con la teoría de las juegos, es probable que objetaran que los juegos formalizados simplificaban groseramente y en exceso una realidad social mucho más compleja. Como, de hecho, lo hacen. El juego abstrae explícitamente la realidad, con el objetivo de comenzar con simples intuiciones acerca de la conducta para explicar características contraintuitivas de las sociedades del mundo real. El modelo es “no real” al asumir la racionalidad (en cuanto a suponer maximización de la utilidad) y una información completa, pero genera predicciones comprobables.

Por ejemplo, un juego podría predecir que, bajo ciertas condiciones institucionales, los ciudadanos en muchas poleis vendrían a favorecer la democracia frente a la oligarquía. Esa predicción se puede testar en relación con los casos del mundo real que el modelo se propone iluminar.

Una de las maneras de que las predicciones se prueben empíricamente es a través de la cuantificación. Gracias a proyectos recientes, especialmente el Inventory of Archaic and Classical Poleis (editado por Mogens Hansen y Thomas Nielsen), hay una gran cantidad de pruebas sobre el mundo griego, que se pueden representar de forma cuantificable y utilizar,  por tanto, para probar las predicciones derivadas de modelos formales.

Si las predicciones comprobables (por ejemplo, que el número de Estados en transición desde la oligarquía a la democracia va a superar en número a las transiciones desde la democracia a la oligarquía) derivadas del modelo no se cumplen en las situaciones del mundo real que el modelo intenta explicar, queda refutado – la refutación es una de las virtudes de este enfoque. El historiador que emplea un modelo formal y los testea con datos cuantificados es capaz de responder a la pregunta clave: “¿Cómo sabes si te has equivocado?” Si un historiador no puede responder a esa pregunta, no está claro lo que él o ella está haciendo realmente al escribir sobre la historia.

Por supuesto, los modelos son desarrollados con el conocimiento de los casos y siempre existe la cuestión de los “factores de confusión/desconocidos” – variables de fondo no observadas que producen de hecho el resultado real. Hay un gran valor, por tanto, en los tests “de la muestra”. Las predicciones que surgen de un modelo deberían aplicarse a los casos que son relevantemente similares a los que dieron origen al modelo, pero que eran desconocidos para los que originaron el modelo y que carecen de factores de confusión. Esta es una función valiosa que la historia antigua puede desempeñar en las ciencias sociales: los modelos, como aquellos que tratan de determinar si la democracia produce crecimiento económico o viceversa, se idearon a partir de casos modernos. La robustez de los modelos puede ser probada aplicándolos a situaciones clásicas.

Los modelos formales y la cuantificación pueden resultar una herramienta útil para los historiadores a la hora de explicar mejor el cambio social en el pasado antiguo. La historia antigua también permite probar teorías de gran relevancia contemporánea. La historia sin duda no sólo necesita tratar sobre la relevancia. Si podemos avanzar en el conocimiento de la historia, al tiempo que ayudamos a dar respuesta a las grandes preguntas sobre la cooperación, tenemos que estar listos y dispuestos a hacerlo”.

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Una nación bendecida: la invención de la América cristiana

Hace ya casi una década, la HNN seleccionó un grupo de jóvenes historiadores, señalándolos como los de mayor proyección. Entre ellos estaba Kevin M. Kruse, que por entonces había publicado el premiado White Flight: Atlanta and the Making of Modern Conservatism (Princeton UP, 2005) y que decía estar preparando otro rotulado “One Nation Under God: Cold War Christianity and the Origins of the Religious Right”.  No obstante, el libro nos llega ahora, con ligera variación :  One Nation Under God. How Corporate America Invented Christian America (Basic Books).

One Nation Under God

Hay que señalar que el título no es muy original, pues ya existe otro muy semejante (One Nation Under Gods.  A History of the Mormon Church, de Richard Abanes), cosa que se agrava al compartir ambos sello editorial. Aunque, por supuesto, ello no desmerece el valor de la obra que ahora se nos presenta.  Además, estaría justificado, tal como se infiere de las palabras de su autor a la NPR: “Las palabras under God en el Juramento a la Bandera y la frase In God we trust en la parte posterior del  billete de un dólar no han estado allí, como la mayoría de los estadounidenses podría pensar. Dichas referencias se incorporaron en la década de 1950, durante la administración de Eisenhower, la misma década en la que se puso en marcha el National Prayer Breakfast…”.

Dicho esto, el volumen defiende la siguiente tesis (siempre según el editor):

“A menudo se nos dice que los Estados Unidos es, fue y siempre ha sido una nación cristiana. Pero en One Nation Under God, el historiador Kevin M. Kruse revela que la idea de una “América cristiana” es un invento -y relativamente reciente.

Como sostiene Kruse, la creencia de que Estados Unidos es fundamentalmente y formalmente una nación cristiana se originó en la década de 1930, cuando los empresarios alistaron a los activistas religiosos en su lucha contra el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Las corporaciones, de la General Motors a los hoteles Hilton,  financiaron a clérigos conservadores, animándoles a que atacaran el New Deal como un programa de “estatismo pagano” que pervertía el principio central del cristianismo: la santidad y la salvación del individuo. Su campaña por la “freedom under God” culminó con la elección de su estrecho aliado Dwight Eisenhower en 1952 (…)”.

Y, en efecto, es en ese punto en el que se incia la introducción del volumen, en los siguientes términos:

“La inauguración del presidente Dwight D. Eisenhower fue mucho más que un acto político. Fue, en muchos sentidos, una consagración religiosa.

Aunque tal caracterización podría sobresaltarnos hoy en día, los votantes que eligieron a Eisenhower por dos veces con márgenes abrumadores no se habrían sorprendido. En su discurso de aceptación en la Convención Nacional Republicana de 1952, prometió que la próxima campaña sería un “gran cruzada por la libertad”. Mientras viajaba a través de América aquel verano, Eisenhower se reunió a menudo con el reverendo Billy Graham, su amigo cercano, para recibir orientación espiritual y recomendaciones  sobre los pasajes de las Escrituras que utilizar en sus discursos. De hecho, el candidato republicano hablaba tanto de espiritualidad durante su campaña que el legendario periodista del New York Times Scotty Reston la comparó con “la antigua invasión de William Jennings Bryan sobre el Cinturón Bíblico durante la época del circuito de Chautauqua”.  El día de las elecciones, los estadounidenses respondieron a su llamada. Eisenhower ganó con el 55 % del voto popular y con un sorprendente margen de 442 a 89 en el Colegio Electoral. Reflexionando sobre ello, Eisenhower vio nada menos que un mandato para un renacimiento religioso nacional. “Creo que una de las razones por las que fui elegido fue la de ayudar a liderar este país espiritualmente”, le confió a Graham. “Necesitamos una renovación espiritual”.

Las ceremonias de toma de posesión del 20 de enero de 1953 marcaron la pauta de la nueva administración. Algunos de los partidarios de Eisenhower trataron de conseguir que el Congreso designara un Día Nacional de Oración, pero incluso sin bendición oficial, aquella jornada tenía todas las características de eso. En el pasado, los presidentes entrantes habían asistido a los servicios religiosos en la mañana de su toma de posesión, pero por lo general lo hacían con discreción. Antes de la toma de posesión de Harry Truman en 1949, por ejemplo, el presidente, su familia, y algunos funcionarios del gabinete hicieron una visita no anunciada a la St. John’s Episcopal Church durante un breve servicio de quince minutos, con sólo unos pocos feligreses habituales siendo testigos del momento. Eisenhower, en cambio, convirtió la espiritualidad en espectáculo. En una reunión de transición con sus nominados para el gabinete, anunció que ellos y sus familias estaban invitados a un servicio religioso especial en la National Presbyterian Church en la mañana de la toma de posesión. “Se apresuró a añadir en el último momento que, por supuesto, ningún miembro del gabinete debe sentirse presionado para acudir a los servicios presbiterianos”, recordaba Sherman Adams, su jefe de gabinete; “en su lugar, cualquiera podía ir a una iglesia de su elección”. Pero puestos a elegir entre orar con el presidente u orar sin él, casi todos optaron por la primera opción. Más de 150 seguidores se unieron al ampliado clan Eisenhower para ir los servicios. El evento había sido publicitado ampliamente en la prensa, por lo que los asistentes se encontraron la iglesia completamente llena; una multitud de más de ochocientas personas se apiñaron afuera en el frío de la mañana. Este servicio de oración presidencial tuvo ecos en todo Washington. Todas las iglesias católicas de la ciudad abrieron para la ocasión, mientras otros lugares de culto judíos y protestantes  hicieron lo mismo, actuando por propia iniciativa. La St. John’s Episcopal, por ejemplo, ofreció continuados servicios de oración para el público, a todas horas. El Washington Post informó que incluso primera mezquita de la ciudad, todavía en construcción, sería abierta no obstante “para todos los musulmanes … que deseen invocar la ayuda de Alá en favor de la administración republicana”.

(…)

La oración de Eisenhower fue sólo el comienzo del énfasis espiritual de la jornada. “La religión era uno de los pensamientos a los que había estado dándole vueltas durante varias semanas”, reflexionó más tarde. “Yo no quería que mi discurso inaugural fuera un sermón, de ningún modo; no era un hombre del clero. Pero desde la infancia me habían inculcado una profunda fe en la benevolencia del Omnipotente. Así,  quería dejar clara esta fe”. En consecuencia, su discurso estuvo plagada de referencias a las creencias religiosas del presidente y de la gente a la que tratataba de conducir al resurgimiento. “Nosotros, los que somos libres, debemos proclamar de nuevo nuestra fe”,  insistió Eisenhower. “Esta fe es la creencia perdurable de nuestros padres. Es nuestra fe en la dignidad inmortal del hombre, que se rige por las leyes morales y naturales eternas”. Una vez terminado su discurso, el nuevo presidente se retiró a una tribuna para ver el desfile inaugural. La procesión de cinco horas ofreció varios momentos notables para la grabación televisiva, incluyendo un trío de elefantes de Ohio y un vaquero llamado Monte Montana que lanzó un lazo alrededor de la cabeza del presidente mientras los agentes del Servicio Secreto le fulminaban con mirada atenta. Para muchos espectadores, sin embargo, la parte más memorable del desfile fue la primera carroza. Ungida por sus creadores como “God’s Float”, consistía en una réplica de una casa de culto con grandes fotos de iglesias y sinagogas dispuestas a los lados. Dos frases aparecían en gran escritura gótica en cada uno de los extremos: “Freedom of Worship” and “In God We Trust”.

(…)”

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El PowerPoint, desterrado del aula!

Interesante, aunque discutible en algún punto (como el de las redes sociales), es el texto que Bent Meier Sørensen, profesor de la Copenhagen Business School, publica en The Conversation. Su título, Let’s ban PowerPoint in lectures – it makes students more stupid and professors more boring“,  no deja lugar a dudas.

POWER POINT  1  07

Antes de entrar en materia (traducida), una confesión. No me cuento entre los amantes de la presentación docente con PowerPoint. Y ello por dos razones de desigual importancia. Ante todo, porque la materia histórica se conjuga mal con la simplicidad. Trátese de factores, causas o consecuencias, una presentación de este tipo tiende a la reducción, unilinealidad o unidireccionalidad. Y siendo como es la historia algo dinámico y complejo, acaba pareciendo estático y simple. Dicho de otro modo, entiendo que esa herramienta es útil para las ilustraciones gráficas, pero no lo es tanto o simplemente es ineficaz -incluso contraproducente- cuando se emplea para escribir breves textos que uno lee para subrayar lo expuesto. Todo lo cual se agrava por los efectos que una presentación con textos tiene sobre el propio docente, que tiende a reproducir la rigidez de aquella. Y, por otra parte, el uso de esta tecnología suele servir como excusa para proclamar que uno se ha “reciclado” o “modernizado” en el mundo digital, y nada más lejos de la realidad.

En fin, las objecciones que se le pueden poner fueron ya expuestas por Franck Frommer en El pensamiento PowerPoint (Península). Este periodista, además, subtitulada su obra de modo elocuente, Ensayo sobre un programa que nos vuelve estúpidos, incidiendo así en la misma idea que expuso Nicholas Carr, aunque la referencia declarada en este caso es la frase pronunciada por el General norteamericano James N. Mattis en una conferencia militar en North Carolina, idea que llevó a algunos mandos militares a prohibir tales presentaciones.

Resulta pertinente tener en cuenta todo ello,  dado que hay centenares de millones de personas que lo utilizan, dada la retórica que impone y  dado que su presencia en las aulas está muy generalizada.  De ahí el interés en el mencionado texto de Bent Meier Sørensen, que dice así:

conferences

“Cualquier profesor universitario que no guarde un recuerdo doloroso de alguna clase fallida es un mentiroso. En cierta ocasión, advertí de inmediato que había perdido por completo a los estudiantes: los que no habían caído en estado comatoso, estaban apáticos y ansiosos. Carente de gracia, me abandoné aún más a mi presentación de PowerPoint para que me salvara de la ruina total. Años más tarde, todavía puedo escucharme a mí mismo leyendo en voz alta los epígrafes subrayados en la pantala y me veo revolotear entre los estudiantes para venderles aquellos puntos.

Por suerte, no guardo ningún recuerdo de lo que los estudiantes pensaron de aquella clase, pero mi recuerdo más doloroso es la experiencia de aburrirme a mí mismo. Cuando eso sucede, es hora de cambiar las propias formas. Es eso lo que me he llevado a encabezar un movimiento para prohibir el PowerPoint en las lecciones.

Hay una serie de posibles razones para que una clase vaya mal: un curso mal planificado, preparación inadecuada, sentirse ese día sin inspiración, estudiantes desmotivados, una clase demasiado numerosa, un auditorio mal diseñado. A esta secuencia de viñetas con catástrofes le sigue el PowerPoint.

La clase física, cara a cara, es un caso potencialmente complejo y abierto en el que interactúan los estudiantes, las lecturas, el profesor y un caso o un problema teórico. Una presentación de PowerPoint  bloquea la lección convirtiéndola en un curso que ignora cualquier entrada que no sea la propia idea que el profesor en cuestión ha concebido el día anterior. Cercena la posibilidad de improvisación y  desviación, así como la oportunidad de adaptarse a la participación del estudiante sin desviarse de su ruta.

Esto es, por lo general, lo que hace que este tipo de presentaciones sean tan dolorosamente aburridas: aunque el público advierte  rápidamente por dónde va el presentador, éste o ésta  tiene que transitar por todos los puntos, mientras el público sueña con que la siguiente diapositiva pueda ser más interesante.

No apto para profesores

Sin embargo, para ser interesante y relevante en una lección, los profesores tienen que hacer preguntas y experimentar, no dar soluciones y resultados. Desafortunadamente, PowerPoint está diseñado para proporcionar exactamente eso. Ideado originalmente para Macintosh, la compañía que lo diseñó fue comprada por Microsoft. Tras su lanzamiento, el software fue dirigido cada vez más hacia los profesionales de negocios, especialmente consultores y vendedores atareados.

Sin embargo, durante la década de 1990 cuando fue adoptado de manera más general por las empresas, ya que se convirtió en parte del paquete Microsoft Office, lo que explica los resúmenes ejecutivos, meras frases, “resultados” ubicuos y planes de acción. Su camino en el mundo académico vino luego apoyado por el aumento de la presión sobre las facultades para ofrecer más docencia y por el aumento de la demanda de una población estudiantil más diversa que necesitaba ser guiada de forma más precisa a través de la selva del conocimiento.

Y resulta que PowerPoint no ha fortalecido a la academia. El problema básico es que un profesor no está destinado a vender píldoras de conocimiento a los estudiantes, sino que debería  hacer que los estudiantes se plantearan problemas. Tal proceso de aprendizaje es lento y arduo, y no puede ser resumido con esmero. Lo que PowerPoint produce es estupidez, por lo que algunos, como el estadístico estadounidense Edward Tufte, han dicho que es “demoníaco” .

Por supuesto, las nuevas tecnologías de presentación como Prezi, SlideRocket o Impress añaden un montón de nuevas características y animación en 3D, aunque yo diría que sólo empeoran las cosas. Un punto discutible no se convierte en relevante por moverlo de manera misteriosa. La verdad es que los PowerPoints son realmente difíciles de seguir y si uno se pierde un aspecto a menudo se pierde por completo.

A ello se añade la ambivalencia de lo que hay en esas viñetas. En mis presentaciones, los textos de las diapositivas sólo son realmente mis pensamientos privados y, a menudo, apresuradamente escritos. A diferencia de mis otros  trabajos publicados y evaluados, nadie ha visto ni criticado mis presentaciones en PowerPoint. Sin embargo, los estudiantes perciben mis viñetas como fuente autoridad, y a menudo las citan en sus trabajos en lugar de pagar el peaje que supone encontrar los aspectos significativos en los textos reales del curso.

Sin PowerPoint

Tras conseguir la prohibición de Facebook y otros usos de las redes sociales en nuestro programa de máster en filosofía y negocios en la Copenhagen Business School, recientemente también hemos  prohibido que los profesores usen PowerPoint. Aquí estamos en sintonía con las fuerzas armadas de los Estados Unidos, donde el general de brigada Herbert McMaster lo prohibió porque era considerado una mala herramienta para la toma de decisiones. No podríamos estar más de acuerdo, aunque permitimos que los profesores lo utilicenpara mostrar imágenes y videos, así como citas de autores primarios.

Aparte de eso, los profesores escriben con tiza en la pizarra   (o con rotuladores si ésta es blanca). Al contrario de lo que PowerPoint permite, la tiza y el encerado nos permiten anotar los aspectos que provienen de los estudiantes y conectarlos con los que nosotros mismos desarrollamos. La mayoría de las universidades están defendiendo en realidad el monopolio de Microsoft a hurtadillas, fijando arquitectónicamente el proyector y haciendo que PowerPoint tenga prioridad sobre otras tecnologías, como la pizarra.

Por supuesto, quitar la incómoda carga del PowerPoint de los hombros del profesor supone mayores exigencias en materia de planificación. Sin embargo, aunque en nuestro programa de máster nosotros, como profesores, tengamos un plan claro sobre lo que debería ocurrir en cada minuto de la clase, el contenido exacto debería seguir siendo variable y de composición abierta. Con el fin de apoyar la interacción, los estudiantes se sientan llevando su identificación visible, también introducida en la primera clase del curso del año pasado. De esta manera los estudiantes menos activos pueden ser llamados a ampliar los conceptos y las conexiones que se van añadiendo en la pizarra, ya sea desde su asiento o cuando se les pide que escriban en ella.

En todos mis años de uso del PowerPoint a la manera tradicional, los estudiantes se quejaban invariablemente de que no tenían las diapositivas antes de la conferencia. Hoy en día, los estudiantes no mencionan en absoluto la falta de PowerPoint  -sólo piden un mejor orden en mi pizarra. Tienen razón, pero a diferencia del orden rígido de una presentación de PowerPoint, el orden de la pizarra en se pueden mejorar en tiempo real.

Sin la tentación del PowerPoint, los profesores solo se pueden apoyar en los estudiantes. Este parece un giro de los acontecimientos mucho más prometedor”.

Fuente: Bent Meier Sørensen, “Let’s ban PowerPoint in lectures – it makes students more stupid and professors more boring“, The Conversation, 29 de abril de 2015

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La Sociedad de Naciones y la crisis imperial

Sin duda alguna, puede decirse que una de las máximas autoridades mundiales en los estudios sobre la Sociedad o Liga de las Naciones es la profesora Susan G. Pedersen.  Su ensayo “Back to the League of Nations“, de 2007, ya lo ponía de manifiesto.  Desde entonces, y por supuesto, otros autores y volúmenes se han ido sumando a su trabajo, con obras como (por citar las recientes) The Great War for Peace (Yale UP) o The Emergence of International Society in the 1920s (CUP), de los historiadores William Mulligan  y Daniel Gorman, respectivamente.

No obstante, nadie como ella ha tratado de forma exclusiva la trayectoria de este organismo, sobre el que había anunciado tiempo ha un volumen, obra que nos llega ahora con el título de The Guardians. The League of Nations and the Crisis of Empire (OUP). Es de esperar que haya otras aportaciones, sobre todo conforme se avecine el centenario de tal creación, pero Pedersen marcará sin duda la referencia. En todo caso, esta es la presentación del editor:

The Guardians

“Al final de la Primera Guerra Mundial, la Conferencia de Paz de París contempló una batalla sobre el futuro del imperio. Las victoriosas potencias aliadas querían anexarse los territorios otomanos y las colonias alemanas que habían ocupado; Woodrow Wilson y una oleada de activismo anti-imperialista se interpusieron en su camino. Francia, Bélgica, Japón y los dominios británicos aceptaron de mala gana  una propuesta anglo-estadounidense para mantener y administrar esas conquistas aliadas bajo el “mandato” de la nueva Sociedad de Naciones. Al final, catorce territorios quedaron bajo tal mandato en Oriente Próximo, África y el Pacífico. Contra todo pronóstico, estos territorios dispares y distantes se convirtieron en el lugar y el vehículo de una transformación global.

En esta historia magistral del sistema de mandatos, Susan Pedersen ilumina el papel que la Liga de las Naciones desempeñó en la creación del mundo moderno. Rastreando el sistema desde su creación en 1920 hasta su desaparición en 1939, Pedersen examina su funcionamiento desde el ámbito de la diplomacia internacional; los puntos de vista de expertos y funcionarios de la Liga; y el campo de las luchas locales dentro de los propios territorios. Con un elenco de figuras a lo grande,  como Lord Lugard, el rey Faisal, Chaim Weizmann y Ralph Bunche, el relato barre todo el orbe -desde los matorrales barridos por el viento a lo largo del río Orange, pasando por las colinas arruinadas por la hambruna en Ruanda hasta Damasco bajo el bombardeo francés-, pero regresando siempre a Suiza y a las a veces feroces batallas sobre las ideas de la civilización, la independencia, las relaciones económicas y la soberanía en la sede de Ginebra. Como muestra Pedersen, aunque los arquitectos y los funcionarios del sistema de mandatos siempre trataron de mantener la autoridad imperial, nacionalistas coloniales, revisionistas alemanes,  intelectuales afroamericanos y otros fueron capaces de utilizar la plataforma que Ginebra ofrecía para desafiar sus proclamas. En medio de esta cacofonía, estadistas imperiales comenzaron a explorar nuevas fórmulas -Estados clientes, concesiones económicas- para asegurar la hegemonía occidental. Al final, el sistema de mandatos ayudó a crear el mundo en el que vivimos ahora.

Obra fascinante de historia global, The Guardians nos permite mirar hacia atrás, viendo la Liga con nuevos ojos y, al hacerlo, apreciar lo complejo, multivalente y relevante que fue este primer gran experimento en el internacionalismo”.

Y, en fin, he aquí los primeros párrafos de la introducción:

“El 4 de octubre de 1921, William Rappard dio la bienvenida en Ginebra a la Comisión Permanente de Mandatos de la Sociedad de Naciones para su primera reunión. Rappard, un profesor suizo de treinta y ocho años, había sido nombrado Director de la Sección de Mandatos del Secretariado de la Liga el año anterior. Es decir, era el funcionario internacional designado para ayudar a que la nueva Comisión siguiera adelante con su trabajo, revisando la administración de los poderes imperiales de los Estados de África, el Pacífico y los territorios de Oriente Próximo incautados a Alemania y al Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial. Grande, rubio, de pelo rizado y un alegre inveterado, Rappard parecía un granjero suizo -pero era eficiente, capaz y trilingüe, con títulos en economía y derecho y una amplia red de amigos liberales internacionalistas. Estaba apasionadamente comprometido con la Sociedad de Naciones, creada con la firma del Tratado de Versalles más de dos años antes.

Que esos territorios ocupados fueran gobernados bajo la supervisión de la Sociedad había sido una de las más disputadas decisiones de la Conferencia de Paz. Cada poder aliado quería una compensación por las pérdidas y el sufrimiento de guerra; la mayoría pensaba que la anexión de sus conquistas no era otra cosa que su mero derecho. Sólo a regañadientes se sometieron a la presión americana y a la ola de sentimiento internacionalista y anti-imperialista que barría el mundo, y aún así mantuvieron sus obligaciones, y las competencias de la Sociedad, limitadas y vagas. El artículo 22 del Tratado decretaba con altivez que las “naciones más adelantadas” administrarían aquellos “pueblos aún incapaces de regirse por sí mismos en las condiciones particularmente difíciles del mundo moderno”, según el principio de que “el bienestar y desarrollo de esos pueblos constituye una misión sagrada de civilización”, pero incluía pocos detalles prácticos. Las potencias mandatarias informarían anualmente sobre su administración, y una comisión permanente fue establecida para revisarlas. El Tratado no tenía nada que decir, sin embargo, sobre cuánto iba a durar ese amplio control mandatario, cuándo podría finalizar ni , de hecho, sobre lo que la Sociedad haría si el poder gobernante no lograba defender los principios de la “misión sagrada”.

El sistema de mandatos fue así, como Rappard admitió ante la Comisión en su discurso de apertura, en el mejor de los casos un compromiso entre los partidarios de la anexión imperial y los que querían que todas las colonias quedaran situadas bajo control internacional. Fue un compromiso, además, que prácticamente se caía a pedazos.  (…)”

Copyright © Oxford University Press 2015

Potsdam: sobre cómo se edificó la Posguerra

Michael Neiberg, profesor en el US Army War College y especialista en las grandes contiendas mundiales, acaba de publicar Potsdam: The End of World War II and the Remaking of Europe (Basic Books). Esta por ver que el volumen sea o no una contribución de primer orden, pero no resulta baladí, en particular porque su autor enseña donde enseña, en uno de los “Colleges” del Departamento de Defensa,  que completan el “Naval War College” y el “Air War College”. Es decir, podemos aprender sobre qué se imparte en aquellas aulas a civiles y militares. Sea como fuere, el propio autor nos ofrece un breve esbozo de su obra en el portal HNN:

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“En Analogies at War, Yuen Foong Khong argumentó que la forma en que los políticos recuerdan el pasado influye sobre cómo establecen sus posiciones sobre los problemas que ven en el presente. En este caso, argumentó Khong, la analogía histórica que un político hizo con la posición de Estados Unidos en Vietnam en 1965 resultó ser el factor más importante a la hora de ofrecer su recomendación al presidente Johnson. En resumen, si un político vio ecos del apaciguamiento de Munich, a continuación sugería un gran compromiso estadounidense; si veía la guerra en Corea, abogaba por un compromiso limitado y rebajaba las expectativas de victoria; si veía a Dien Bien Phu, tendía a argumentar en contra de cualquier aumento en la implicación americana en el sudeste asiático.

Yo estaba interesado en ver qué analogías históricas acarrearon los hombres de 1945 cuando se reunieron en Potsdam para discutir sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Las dos historias existentes de la conferencia, publicadas en 1960 y 1975, fueron sendos productos de la Guerra Fría. Trataron de diseccionar las palabras de los líderes de 1945 intentando analizar las maniobras que desplegaron los aliados occidentales (Gran Bretaña y Estados Unidos) y la Unión Soviética para posicionarse.

Sin duda, algunas de esas maniobras sucedieron en Potsdam, pero, cuando dejaron Alemania a principios de agosto, los dirigentes de las grandes potencias no creían que necesariamente tuvieran por delante un futuro de rivalidad. A pesar de ser plenamente conscientes de los desacuerdos políticos que les separaban, no hablaban en términos de una Guerra Fría. La mayoría de los estadounidenses dejaron Potsdam con miedo a un conflicto tanto con la Gran Bretaña imperial como con los soviéticos.

Por tanto, yo quería ver Potsdam como lo hicieron los hombres de 1945 . Sin conocer el futuro, es natural que miraran al pasado como guía, al igual que hicieron los políticos estadounidenses veinte años después. Muchos de los hombres de 1945, por otra parte, tenían un interés muy activo por la historia. Los diarios y notas de Harry Truman están llenos de referencias al pasado y Winston Churchill ya había escrito diversos estudios históricos. Éste no tardaría en ganar el Premio Nobel por su historia/memoria de la Segunda Guerra Mundial.

Diversas analogías históricas se presentaban ante ellos y, al igual que en 1965, cada una sugería una manera diferente se seguir adelante. Un pequeño número de congresistas, encabezados por el Ministro británico de Asuntos Exteriores Sir Anthony Eden y el embajador estadounidense ante la Unión Soviética Averill Harriman, pensaban en términos de Múnich. Veían el comportamiento de Rusia entre las conferencias de Yalta y Potsdam como agresivo y codicioso. Esperaban utilizar Potsdam para solidificar un bloque conjunto angloamericano que contrarrestara el expansionismo soviético.

Una analogía histórica mucho más común, y la que dominó los debates en Potsdam, fue la Conferencia de Paz de París. Todos los conferenciantes estaban obsesionados por los fracasos de 1919. Varios de ellos, sobre todo el economista británico John Maynard Keynes y el nuevo secretario de Estado norteamericano James Byrnes, habían estado en París en 1919 y estaban horrorizados por lo que habían visto. Sobre todo,  les dijo Harry Truman a los delegados el primer día de la conferencia de Potsdam, debemos evitar los errores de Versalles.

La analogía de Versalles tenía diferentes significados según las personas. Para los soviéticos y los británicos sobre todo, significaba mantener al resto del mundo a distancia. A diferencia de la Conferencia de Paz de París, que reunió 27 naciones y cuatro actores no estatales [incluía Irlanda (todavía no un Estado), la delegación árabe bajo Emir Faisal, los sionistas y Vietnam] , Potsdam solo representaba los deseos de Tres Grandes. Stalin señaló irónicamente que las dos guerras mundiales habían comenzado por los intereses de los pequeños Estados, y Gran Bretaña estaba igualmente encantada en mantener a sus súbditos imperiales tan lejos de Potsdam como fuera posible.

Más importante aún, la agenda de la conferencia abordó temas que habrían sido íntimamente familiares a los hombres de 1919. Con la excepción de la muy breve mención de la bomba atómica que entonces se está probando en el desierto de Nuevo México, todos los temas discutidos en Potsdam lo habían sido también en París una generación antes. Estos temas incluían el lugar adecuado de Alemania en el mundo de la posguerra; la cuestión de las reparaciones alemanas; las fronteras de los nuevos Estados de Europa oriental; el problema del reasentamiento de los refugiados (aunque este problema era mucho mayor en 1945 que en 1919); y la forma correcta de remodelar el Extremo Oriente.

El deseo de solucionar los problemas de 1919, mucho más que cualquier temor incipiente a una Guerra Fría que aún no había pasado, determinó lo que surgió de Potsdam. En vez de dibujar líneas en un mapa para fijar las fronteras de Europa del Este, los Tres Grandes de 1945 trasladaron a las personas. Para ser más precisos, los soviéticos movieron a la gente y los angloamericanos consintieron o vrraron los ojos,  prefiriendo no ver lo que sus aliados rusos estaban haciendo. En lugar de un programa de reparaciones (la cuestión de que, más que cualquier otra, había condenado a Versalles), los Tres Grandes acordaron dividir Alemania e imponer políticas de reparación separadas en sus respectivas zonas. También decidieron un ocupación completa de Alemania y evitar estrictamente las reclamaciones coloniales.

Todos los delegados dejaron Potsdam tan satisfechos como un compromiso de paz podía permitir. Algunos eran más optimistas que otros acerca de cuánto tiempo podría durar la amistad de las grandes potencias. Pero habían resuelto los problemas del de 1945tal como en aquel momento los entendían: Alemania ya no sería una amenaza a la seguridad europea; las fronteras políticas y étnicas de Europa del Este se solaparían mejor, aunque a un coste humano asombroso; y los Estados Unidos mantendría un compromiso con el futuro de Europa. Al tomar estas decisiones, los Tres Grandes de Potsdam no esperaban la Guerra Fría, sino que miraban atrás, a los errores de los Tres Grandes que los habían precedido en París, una generación antes”.

© 2015 HNN / Michael S. Neiberg. All rights reserved

1995 e internet: el año en que todo empezó

Como ha señalado Louis Menand, “la historia es la predicción del presente. Los historiadores explican por qué las cosas salieron como lo hicieron. Puesto que ya conocemos el resultado, esto puede parecer una simple cuestión de mirar hacia atrás y conectar los puntos. Pero hay un problema: hay demasiados puntos. Incluso los puntos tienen otros puntos. Predecir el presente es tan difícil como predecir el futuro”. Además, hay muchas maneras de aglomerar sucesos pasados y dotarlos de significado colectivo. Y así, nos dice, tenemos  el concepto de período histórico, de siglo, de generación y de década, todos ellos bastante engañosos.  Aunque, concluye, “las historias más agradable de leer (y, probablemente, de escribir) son las de los libros sobre “la x que cambió el mundo”. Estas son explicaciones esencialmente sobre un solo punto”. Tratan  de acontecimientos, fenómenos o años.

1995

Todo ello viene a colación de  1995. The Year the Future Began (UC Press), el reciente libro del profesor  W. Joseph Campbell.  Para Menand, se trata de “un intento digno, informativo y razonable para convencernos de que el mundo en que vivimos está formado de manera crucial por cosas que sucedieron en 1995″. Más aún, “el libro no es del todo convincente, pero eso no es lo importante. Ninguno de los libros sobre las “X que cambiaron el mundo” son totalmente convincentes, por la razón de que todos los puntos tienen sus propios puntos. A menos que cuentes a Dios, no hay causa sin causa. Incluso la mariposa que originó el huracán aleteó por una razón. Lo que pasó en el 1933 o el 1959 o el 1995 nunca habría sucedido a menos que ciertas cosas hubieran ocurrido en el 1932, el 1958 o el 1994. Y así sucesivamente, hasta el limo protozoario. Todos los puntos son puntos de inflexión”.

Dicho lo cual, W. Joseph Campbell tiene muchas cosas que contarnos (aunque el libro es lógicamente muy americano en lo que relata)  y lo hace razonablemente bien. Vemnos, pues, unos párrafos del primer capítulo:

“Los días en que la World Wide Web era novedad tienden a ser recordados de maneras muy diferentes. Una forma es recordarlos con nostalgia, como el tiempo inocente en que la navegación se puso de moda, cuando la todavía nueva Web ofrecía chiripa, misterio y un tufillo de la aventura. El prominente escéptico de la tecnología Evgeny Morozov expresó la nostalgia de los principios de la Web en un exuberante ensayo hace unos años, lamentando el fallecimiento del cyberflânerie, el placer de pasear tranquilamente en línea sin saber adónde se podría ir a parar o lo que se podría hallar. Escribió sobre  aquellos días en que las páginas web se cargaban lentamente y “el zumbido vibrante del módem” ofrecía “su propia extraña poética” y la promesa de “abrir nuevos espacios para el juego y la interpretación”.

Mucho más común que la nostalgia vaporosa es mirar hacia atrás a la temprana Web con desconcierto y sarcasmo, equiparando el emergente mundo en línea de mediados de 1990 a un lugar primordial, cuando el entorno de la Web era sobre todo estéril y aburrido, no un lugar para quedarse, no un lugar donde hubiera mucho que hacer. La “Web Jurásica”, la llamó Farhad Manjoo, en un ensayo publicado en Slate.com. Lo que “llama la atención de la antigua web”, escribió, “es lo seguro que todo el mundo parecía estar de para qué servía el nuevo medio”

De acuerdo. El internet de 1995 era un lugar sin Facebook, Twitter o Wikipedia. Google apenas asomaba en el horizonte: sus fundadores, Sergey Brin y Larry Page, eran unos estudiantes de posgrado que se encontraron en 1995 en el campus de la Universidad de Stanford. Su primera reacción mutua fue que el otro era bastante repulsivo. El Google de principios de la Web era el motor de búsqueda de Alta Vista, que afirmaba ser capaz de acceder a ocho mil millones de palabras en dieciséis millones de websites. Servicios comerciales en línea como America Online, CompuServe y Prodigy estaban prosperando entonces, ofreciendo una experiencia en línea que por lo general estaba segregada, circunscrita y amurallada para los no suscriptores. Según el cálculo digital, 1995 fue hace mucho tiempo  -un tiempo anterior a los Smartphones, las redes sociales, y las conexiones inalámbricas ubicuas. Incluso los entusiastas reconocían que la navegación en Internet en 1995 exigía tanta paciencia como pericia. Surfear por la Web fue luego comparado con “un viaje a un destino exótico -los placeres son exquisitos, pero se requiere cierto aguante”.

(…)

Mil novecientos noventa y cinco vio el surgimiento de poderosos y contradictorios sentimientos  asociados aún con internet: una arrogancia petulante alentada por la novedad; una promesa de gran riqueza a encontrar en el mercado digital; y el espíritu de colaboración y comunidad que un entorno en línea podría promover de forma única. Esos sentimientos transversales encontraron expresión en 1995 en las pretensiones de Netscape, la startup de California que hizo un navegador Web avanzado y que, con su notable oferta pública inicial de acciones, catalizó el auge de las puntocom de la segunda mitad de la década de 1990. Encontraron otra expresión en la aparición tranquila de Amazon.com, que se ha convertido en la más grande historia de éxito comercial de la Web. Y hallaron expresión en el desarrollo de la modesta wiki, el software de edición en abierto que permite a los usuarios de la Web colaborar a distancia. Netscape, Amazon y la wiki, cada uno a su manera, testifican el emergente dinamismo de la Web en 1995; cada uno será tratado con detalle en este capítulo.

Sin duda, las innovaciones digitales de 1995 fueron más allá de Netscape, Amazon y la wiki. Muchos pilares fundamentales del mundo en línea datan su aparición en ese año. (…)

(…)

Si el auge de la wiki demuestra el potencial de la Web como entorno colaborativo e intelectual, las horas posteriores al atentado contra el edificio federal de oficinas en Oklahoma City en abril de 1995 proporcionaron una visión del potencial de la Web para la rápida difusión de noticias sobre los principales acontecimientos. El ataque de Oklahoma City señaló que internet estaba destinada a ser un medio de comunicación de masas. (…)”

Copyright 2015 by The Regents of the University of California.

El público de la historia: a propósito de “The History Manifesto”

A finales del pasado año, presentamos aquí The History Manifesto, obra de Jo Guldi y David Armitage, una obra cuya polémica hemos ido siguiendo en otros lugares (Twitter), pero que puede rastrearse por doquier y parece no tener fin (y no solamente en cuanto al contenido, también al modo de difundirlo).  Para contribuir a ello, reproducimos la reseña de una mesa redonda sobre el asunto, celebrada en abril. La fuente es un texto de Johann N. Neem para AHA Today:

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“La historia está en estado de crisis, perdiendo lectores e influencia pública, argumentan los historiadores David Armitage, de Harvard, y Jo Guldi, de Brown, en su polémico libro The History Manifesto. La principal razón, argumentan los autores, es el “cortoplacismo”, el énfasis que ponen los historiadores en estudios enfocados a cortos períodos de tiempo. Creen que lo que se necesita es un “retorno a la longue durée“, a los estudios que ofrecen narrativas más grandes que ayuden al público y a los responsables políticos a dar sentido a las más grandes preguntas de la sociedad.

Ambas afirmaciones han sido cuestionados en el reciente AHR Exchange. La semana pasada, en un seminario delebrado en Washington DC, co-patrocinado por el AHA’s National History Center y el Woodrow Wilson Center, Armitage y Guldi dejaron  claro que su aspiración no era tanto condenar como alentar a los historiadores a hacer más. Ellos se describiron a sí mismos como estimuladores para la profesión, pero críticos, preocupados por cómo hacer que la disciplina sea  relevante en un momento en que los estudiantes de grado y el público en general están cuestionando el valor de las artes liberales. Ellos creen que el público está, como dijo el profesor Armitage , “realmente hambriento” del tipo de conocimiento que los historiadores ofrecen.

Armitage y Guldi no son, por supuesto, los únicos preocupados por la disminución de influencia y relevancia de los historiadores. El columnista del New York Times Nicholas Kristoff señaló recientemente que el público necesita desesperadamente profesores que compartan sus conocimientoslos, pero que los programas de doctorado “han fomentado una cultura que glorifica el arcano de la ininteligibilidad, desdeñando el impacto y la audiencia”. El colega del profesor Guldi, Gordon Wood, reflexionando sobre su propio campo de la historia americana temprana, recientemente concluía que los historiadores se “han obsesionado con la desigualdad y el privilegio blanco” hasta el punto de que ” el público lector en general que quería aprender sobre el conjunto del pasado de nuestra nación ha tenido que recurrir a los libros de historia escritos por no académicos que no tienen doctorados y que no están involucrados en las conversaciones incestuosas de los eruditos académicos”.

Todas estas preocupaciones estuvieron en el trasfondo de la conversación en el Wilson Center, y los tres intervinientes se centraron menos en los datos ofrecidos por Armitage y Guldi que en la cuestión más amplia de cómo y por qué los historiadores podrían involucrarse más con las conversaciones públicas.

La evaluación más crítica provino de Eric Arnesen, de la Universidad George Washington, que afirmó que Armitage y Guldi subestiman el esfuerzo de los historiadores para implicar al público. Habló de los muchos historiadores que trabajan en el gobierno. Elogió los esfuerzos de los historiadores por producir sitios web. Señaló que los historiadores están regularmente en los medios de comunicación. Como co-presidente del Washington History Seminar, ha estado implicado en juntar a historiadores y políticos. No es por falta de ganas que los historiadores no hayan tenido más influencia, cree Arnesen, sino más bien por “cambios más amplios en nuestra cultura” -en la edición, hábitos de lectura, etcétera. Debemos reconocer a lo que los historiadores “nos enfrentamos”.

John McNeill, de Georgetown, también preguntó si narrativas longue durée más pertinentes políticamente  harían que los historiadores “se codearan … en los pasillos del poder.” Tanto a Arnesen como a McNeill les preocupaba que los esfuerzos para orientar la historia al público lector pudieran requerir, en palabras del profesor McNeill, una compensación negativa entre “complejidad e influencia”.

Rosemarie Zagarri, de la Universidad George Mason, estuvo de acuerdo con Armitage y Guldi en que los historiadores a veces “caen en el modelo del anticuario”, pero, al igual que los otros participantes, instó a una mayor atención al mundo más allá de la profesión, a reconocer que toda la culpa no tiene por qué ser atribuida a los historiadores, que hay una “batalla” más amplia sobre “las fuentes de autoridad intelectual en la vida pública.”

Sin embargo, continuó Zagarri, no estaba convencida de que los historiadores, haciendo su trabajo diario, no hayan tenido impacto. Rechazando la conclusión de Wood, argumentó que fue precisamente porque los historiadores americanos tempranos habían transformado nuestra comprensión de la fundación estadounidense por lo que habían influido en las conversaciones públicas. Hoy en día, la Revolución Americana y los inicios de la República no se pueden entender sin tener en cuenta a los nativos americanos, a los esclavos afroamericanos, a las mujeres y a la gente común. Hay un nuevo relato, y ese relato ha cambiado la auto-comprensión de los estadounidenses, estimulando conversaciones públicas intensas, como puede verse en las “nuevas guerras de la historia” sobre los estándares de historia en el programa AP. Sí, los historiadores deben preocuparse por la relevancia, pero su impacto es a menudo “indirecto”. “Lo que se necesita”, concluyó, “es que los historiadores hagan lo que mejor saben hacer”.

En el fondo de todo este diálogo estuvo una tensión entre los dos propósitos de la historia, el filosófico o científico y el cívico. La perspectiva filosófica o científica considera que la búsqueda de la verdad histórica es de mayor valor. Como cualquier actividad científica organizada, la investigación histórica queda dañada cuando está orientada a fines públicos inmediatos. Su valor público depende en última instancia de su autonomía.

El propósito cívico de la historia, por el contrario, es ayudar a una comunidad -una nación, una religión o grupo étnico- a entender el presente de manera que la oriente para el futuro. Las preguntas formuladas, y las respuestas ofrecidas, serán las más relevantes para la comunidad en general en lugar de para una comunidad académica de investigación.

Necesitamos ambas cosas; de hecho, la cívica depende de la científica si la historia evita convertirse en propaganda o si seguir las preferencias del público lector rige las prioridades de la disciplina. Antes de los historiadores pueden implicar al público, necesitan un buen conocimiento y, por tanto,  investigación básica.

Sin embargo, el valor de la investigación básica depende en parte de que llegue a un público más amplio, de que esté lista para responder a las preguntas que puedan surgir. Vivimos en una sociedad que no sólo tiene hambre, sino que necesita una perspectiva histórica. Necesitamos estudiosos que puedan ordenar el conocimiento duramente conseguido por la disciplina, encarnado en monografías y artículos de revistas, de manera que impacte en la deliberación pública.

Y eso es lo que, en definitiva, Armitage y Guldi están pidiendo de sus compañeros historiadores”.

Johann N. Neem, profesor de historia en la Universidad del Oeste de Washington

Fuente: Johann N. Neem, “The Publics of History: A Report on the National History Center’s Discussion of The History Manifesto“, AHA Today, 27 de abril de 2015.
URL: http://blog.historians.org/2015/04/publics-history-report-national-history-centers-discussion-history-manifesto/

© 2012–2013 American Historical Association

 

Robert Darnton: libros y bibliotecas en el futuro digital

El pasado 7 de mayo, Robert Darnton impartió una conferencia en la Universidad de Ginebra con el título de “Livres et bibliothèques: quel avenir numérique?”.  Para quienes no pudieron asistir, por una u otra razón, Martin Grandjean ofrece un resumen en su magnífico blog:

martingradjeanblog

 

“El lado oscuro

La biblioteca de la Universidad de Harvard fue creada tras el legado de John Harvard en 1638: de repente, se convirtió en la biblioteca más grande de América del Norte, con 400 libros! Hoy en día, constatamos que la Universidad de Harvard está construida alrededor de su biblioteca, que con un fondo de 20 millones de libros es la más grande del mundo. Pero tener una rica biblioteca es una responsabilidad: ¿cómo compartir esa riqueza con todo el mundo?

La biblioteca de Alejandría no admitía como lectores más que a un puñado de eruditos. Su función principal, la que justificaba ese deseo de almacenar todos los libros del mundo, era ser un monumento a mayor gloria de la dinastía ptolemaica. Este ejemplo y el de las decenas de millones de libros destruidos por la URSS muestran que la historia de las bibliotecas también incluye una parte sombría, y a menudo han contribuido a legitimar monarcas o gobiernos, mientras reservaban el acceso a una élite.

De libros y paredes

Desde el siglo XIII las bibliotecas de Oxford están protegidas por muros de 4 a 6 metros de altura, erizados de púas. Hoy en día, todo esto es solo algo pintoresco. Sin embargo, existen barreras invisibles en el camino de la cultura: el ciudadano común se resiste a pasar por la puerta de las bibliotecas y los museos, siempre simbólicamente reservados para una élite (Bourdieu). Cómo señalaba Condorcet, ¿quién cuenta con el poder de los libros como vehículo para la democratización? Su visión puede parecer ingenua, incluso utópica, pero internet está transformando hoy esta constatación.

Los 17 volúmenes de la enciclopedia de Diderot le costaban a un trabajador común el equivalente a dos años y medio de salario. Hoy en día, los 30 millones de artículos de la Wikipedia son accesibles a cientos de millones de lectores de forma gratuita. Esta nueva transparencia, este nuevo acceso, transforma el mundo del conocimiento. Encontramos una forma de República de las Letras: una comunidad sin policía y sin fronteras, igualitaria y abierta a todo el mundo. Se extiende hasta los propios límites de internet, mientras que entonces estaba limitada, si no en el espíritu, sí al menos en la práctica. Por desgracia, esta tendencia hacia una mayor accesibilidad tropieza con una dinámica antagónica: algunos contenidos ver crecer sus limitaciones de acceso. Ahora tenemos que pagar 40.000 $ /año para la suscripción a una revista de química. El incremento de los precios de este tipo de publicación es cuatro veces más alto que la inflación de las últimas décadas. Tres firmas editoriales publican el 42% de todos los artículos científicos. No es una cuestión de avaricia, sino de modelo económico, ya que estos editores son corporaciones que necesitan generar beneficios para sus accionistas. Sin embargo, las bibliotecas no pueden asumir esta escalada, de lo que resulta una disminución mecánica en el acceso al conocimiento.

Lo digital, ¿socorro del acceso abierto?

Hay otra lógica, la del bien público. Los ciudadanos, que financian la investigación a través de impuestos, ¿no tienen derecho a disfrutar de los resultados de la misma? ¿Queremos una democratización o la mercantilización del acceso al conocimiento? La situación no es, obviamente, tan maniquea, pero la cuestión ha de ser planteada.

Tomemos el ejemplo de Google, que en 2004 comenzó a escanear las bibliotecas de investigación en los EE.UU.. En un principio, el programa estaba destinado exclusivamente para un servicio de búsquedas. Luego, la multinacional propuso vender el acceso a estos contenidos digitalizados, tras cuatro años de negociaciones con los autores y editores. La situación era tal que las bibliotecas se inclinaban a pagar por el acceso a sus propios libros. El Tribunal Federal ha rebajado por suerte este acuerdo, debido al evidente monopolio que la plataforma creaba.

Reunir y descentralizar: la Digital Public Library of America

Uno no puede menos que admirar la audacia de Google. ¿No podemos hacer lo mismo, pero con el objetivo de hacer la información accesible, como sugiere  la inscripción en la Biblioteca de Boston cuando dice “Free to all“? Hoy en día, gracias a internet, podemos hacerlo mejor que nuestros predecesores del siglo XIX: este es el objetivo que la Digital Public Library of America puso en marcha en abril de 2013.

Tras dos años de actividad, agrupa 10 millones de objetos provenientes de 1600 instituciones en 50 estados. Textos en más de 500 idiomas, vistos por millones de usuarios en todo el mundo. Incluye sistemas de cartografía de la información, motores de búsqueda, aplicaciones móviles, etcétera.

La DPLA es un sistema distribuido, es decir, una red que une las bibliotecas de manera que el usuario puede tener acceso inmediato al documento solicitado, aunque no esté directamente situado en la servidor de la institución que frecuenta. Desde un punto de vista legal, es una organización sin fines de lucro. Sin embargo, está lejos de ser burocrática, pues la organización es horizontal, estructurada en torno a hubs. El objetivo es extender esta estructura para crear sucursales en los 50 Estados, para asegurar el aspecto local de los contenidos (permitiendo también que el público traiga sus documentos, fotos, etc. para la digitalización). Hay trescientos voluntarios esparcidos por los Estados para facilitar esta integración.

DPLA Map
Mapa de los documentos disponibles en la DPLA ( ver mapa )

El público es muy diverso, incluye a investigadores, estudiantes, lectores de la tercera edad, cualquier persona que busca información, curiosos, etcétera. La infraestructura tecnológica es también resultado del trabajo de voluntarios. A raíz de una llamada a los informáticos americanos (que generó 1.100 respuestas), se seleccionó un equipo con los mejores. Todo está diseñado para ser compatible con Europeana y, a pesar de su nombre, la DPLA no es exclusivamente estadounidense, ya que formará parte de un sistema internacional, una biblioteca digital, gratuita y global.

La sorpresa radica en el éxito de la API, que permite el desarrollo de muchas aplicaciones de terceros que se conectan al sistema central. Al alentar este tipo de creatividad entre sus usuarios, la DPLA se une a su público, estableciendo relaciones en dos direcciones con el fin de colocar a los lectores en una perspectiva activa.

Perspectivas

Hoy en día, las fundaciones privadas apoyan generosamente este esfuerzo, pero es necesario establecer una base financiera sólida para mantener la infraestructura tecnológica al más alto nivel, reclutar talento y mejorar la administración. Curiosamente, el mayor problema es jurídico: el respeto a los derechos de autor es obvio, pero estos derechos se extienden de manera que muchos textos quedan excluidos de la colección (son libres pasados 70 años de la muerte del autor) . Varios tribunales civiles han dictado sentencias favorables a un uso justo (fair use) en esta materia, pero este terreno sigue siendo incierto. A veces es mejor contar con la buena voluntad de los autores y editores que son muy conscientes de que la mayoría de los libros ya se venden pasados unos años. Una vez que el valor comercial de un libro se agota, los autores entienden que muchas veces lo que necesitan son lectores, que es lo que una biblioteca puede ofrecerles.

Este espíritu público, utópico y pragmático de la DPLA es el de la filosofía de la Ilustración, concretada en el siglo XXI. Si tiene éxito, se pondrá el patrimonio humano al alcance de la humanidad misma”.

CC BY 3.0 CH

Roland Barthes, nueva biografía en el centenario de su nacimiento

Como es sabido, y si no lo es se nos recordará, este año (noviembre) se cumple el centenario del nacimiento de Roland Barthes, efemérides que  los franceses están celebrando de diversas maneras. Entre esos eventos, hay que contar los libros que se le dedican, de entre los que destaca el de la profesora Tiphaine Samoyault, que ha publicado una nueva biografía del escritor, una que la periodista Claire Devarrieux ha calificado de “cerebral”.  El volumen lleva por título Roland Barthes (Seuil) y así se nos presenta:

Roland Barthes

“Figura central del pensamiento de su tiempo, Roland Barthes (1915-1980) fue también un ser al margen. Un padre muerto en la Primera Guerra, el amor inalterable de una madre, largos años pasados en un sanatorio y el descubrimiento precoz de su homosexualidad le dieron un sentido muy temprano de su diferencia. Vivió a distancia los grandes acontecimientos de la historia contemporánea. Sin embargo, su vida discurre en el movimiento precipitado, violento e intenso de este siglo que contribuyó a hacer inteligible.

Con un nuevo material nunca explorado hasta ahora (archivos, periódicos, diarios), esta biografía de Barthes ilumina bajo una nueva perspectiva sus compromisos, sus rechazos, sus deseos. Detalla los numerosos asuntos de los que habló,  los autores que defendió,  los mitos que señaló, las controversias que le hicieron célebre, la escucha de los lenguajes de su tiempo. Y su poder de anticipación: si disfrutamos tanto leyéndole aún es porque exploró territorios originales que hoy son los nuestros.

El relato de su vida da sustancia y coherencia a la trayectoria de Barthes, llevada por el deseo, la inteligencia y la sensibilidad extrema a la materia del mundo. A todo lo cual se puede añadir una fuerte reticencia a cualquier discurso autoritario. Al hacer descansar el pensamiento sobre la ilusión,  hizo de ella a la vez un arte y una aventura. Entrar en su vida, acercarse  a la forma de su existencia ayuda a entender cómo se hizo escritor y cómo hizo de la literatura la vida misma” .

En fin, como complemento, el párrafo final del prólogo, titulado “La mort de Roland Barthes“:

“Yo no soy contemporánea de Roland Barthes. Tenía once años cuando murió y oí por primera vez su nombre seis años más tarde, en una clase de filosofía, donde se me pidió que leyera  El placer del texto. Así que no asistí a sus cursos y la mayor parte de sus experiencias me son desconocidas. Sin embargo, Roland Barthes es mi contemporáneo porque sé que le debo una manera de leer la literatura, una relación que tejo entre la crítica y la verdad, y la convicción de que el pensamiento procede de una escritura. Al contar la historia de sus trayectorias existencial, intelectual y literaria, quiero entender una parte de lo que me formó y, al mismo tiempo, lo que hizo que esa formación fuera posible. Cuando murió, Barthes tenía la sensación de estar en un punto de inflexión en su vida, pero no esperaba que casi se hubiera acabado. El imperativo de la vita nova, si bien está presente en los últimos seminarios y es consecuencia de la muerte de su madre, implica no tanto la idea de una pendiente pronunciada como la de una nueva inflexión para dar luz a otros proyectos, un último camino a explorar. En su conferencia sobre Proust [“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”], del 19 de octubre de 1978, reflexiona sobre las grandes rupturas que afectan a “mitad de la vida”, la de Rancé que abandona el mundo después de descubrir el cuerpo decapitado de su amante y que se retira a la Trappe; la de Proust cuando pierde a su madre: lo que justifica, en su intervención, la posibilidad de un “Proust y yo” reuniendo en un solo acontecimiento la desaparición de las madres: “Un luto cruel, un luto único y como irreductible, podría constituir para mí esa `cima de lo particular’  de la que hablaba Proust; aunque tardío, el luto será para mí la mitad de mi vida, pues “la mitad de la vida” nunca puede ser otra cosa que ese momento en que se descubre que la muerte es real, y no sólo temible”. Yo estaba leyendo el Journal de deuil el día de febrero de 2009 en el que perdí a mi propia madre. Me sentí a mitad del camino. Ese signo fue suficiente para hacer que el trabajo pudiera comenzar”.

© Editions du Seuil / Tiphaine Samoyault

 

 

 

La historia: ¿una disciplina de libros o de revistas?

Con una introducción a cargo de Seth Denbo, director de “scholarly communication and digital initiatives” de la AHA, la revista Perspectives on History abría su número de abril con un dossier titulado “History as a Book Discipline”.   Se completaba con las aportaciones de Lara E. Putnam  (“The Opportunity Costs of Remaining a Book Discipline”);  Claire Bond Potter (“Is Digital Publishing Killing Books?”);  Fredrika J. Teute (“Dissertations Are Not Books”); y Timothy J. Gilfoyle (“The Changing Forms of History”). De entre todos ellos, nos quedaremos con el texto de Putnam, profesora y directora del departamento de historia de la University of Pittsburgh. Dice así:

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“Durante más de una década, hemos declarado que la publicación de monografías está en crisis.  ¿Los desplazamientos estructurales hacen que sea aún tan crucial sostener la regla autoimpuesta en nuestra disciplina según la cual la investigación que se valora para la promoción debe llegar en paquetes de 300 páginas ? ¿O podríamos respirar tranquilamente, dar un paso atrás y evaluar los costes de continuar siendo una disciplina de libros?

Los cambios gigantescos  en curso en los presupuestos de las bibliotecas y en la capacidad de atención durante el grado hacen que la economía de la publicación de monografías sea cada vez más desafiante. Los textos especializados, dirigidos a una docena de los mejores expertos en un subcampo, son los libros menos viables en estas condiciones. Sin embargo, los profesores jóvenes deben escribir libros perfectamente orientados a ese público -en el futuro, revisores externos de sus plazas (tenure dossiers)– y convencer a las editoriales para que los publiquen. Cumplir estas dos exigencias con un único texto es ciertamente posible: nadie sería capaz de conseguir una plaza si no lo fuera. Pero, ¿es lo óptimo? ¿Siempre es  lo óptimo? ¿Qué podríamos ganar si se abrieran otros caminos?

Circunscribir la difusión académica a un solo tamaño -a textos de entre 80-120 mil palabras publicadas entre dos cubiertas físicas- impone costes de oportunidad en al menos tres dimensiones: en primer lugar, en la reducción de la visibilidad y la accesibilidad de la investigación; segundo, en la reducción de laHandcuffing exposición a la revisión por pares; y tercero, en la reducción de la flexibilidad para premiar el alcance público. La primera es una cuestión de conocimiento colectivo;  la segunda, de carreras individuales; la tercera, del lugar de los historiadores en el debate público. Ninguno de estos son reinos donde hoy nos podamos permitir obstáculos autoimpuestos.

Visibilidad y Acceso

En una era pre-internet, los libros eran rutinariamente más visibles y más accesibles que los artículos de revistas. Los catálogos de fichas y los índices de libros eran vías clave hacia la información. En contraste, las revistas tenían que buscarse título por título, en el mejor de los casos, o examinando tema por tema en aquellos que no publicaban índices multianuales. Guías meticulosas como el Handbook of Latin American Studies valían su peso en oro, pero eran limitadas en su capacidad de proporcionar una visión periférica. En un mundo así, realmente tenía sentido poner todos los huevos en cestas intelectuales académicas tamaño libro. Eran productos de marca y visibles. Si alguien quería saber lo que aguien tenía que decir, podía encontrarlo todo en un solo lugar. Y si alguien no te conocía de nada, pero quería saber sobre el tema X, podía saber lo que tenías que decir al respecto, siempre que los catalogadores de la Biblioteca del Congreso hubiesen incorporado esa parte de tu contribución.

Dentro de ese ecosistema de la información, los libros eran más visibles y más accesibles que los artículos, y el hecho de que lo fueran ampliamente -abarcando todos los hechos útiles que un erudito dado había descubierto en el transcurso de una década, y cada pensamiento inteligente que había tenido sobre esos hechos-  era una característica, no un error.

Avancemos un cuarto de siglo. Ya no dependemos de la monografía como agregador. La búsqueda basada en la web ofrece descubrimientos mucho más abarcadores, precisos y granulares. Obviamente, la búsqueda digital puede hacerse bien o mal, puede perderse las fuentes esenciales o confundir el grano con la paja.  Pero la conclusión es que las limitaciones que una vez hicieron que 10.000 palabras de erudición histórica fueran mucho más visibles si se empaquetabsn junto con otras 90.000 palabras del mismo autor en un solo libro, y no junto a obras de otras personas en una revista periódica, se han esfumado. Pintad esos huevos y escondedlos por doquier: la gente que los necesite será capaz de encontrarlos todos.

La accesibilidad también ha cambiado. Cuando la información viaja en forma física, se accede con más eficiencia a los grandes trozos  que a los más pequeños y dispersos. Ya no. En realidad, los costes y restricciones al acceso digitalizado de las revistas son un calvario. Las batallas clave se libraron entre editores y bibliotecas sin que nosotros, productores y consumidores, hayamos tenido un papel crítico que desempeñar. Pero incluso con las políticas actuales, casi todas las revistas de historia permiten a los autores ofrecer versiones previas (pre-copy-edited) de artículos publicados en repositorios institucionales después de, como máximo, un embargo de dos años (tales embargos, aunque no insignificantes, duelen menos en historia que en disciplinas donde la revisión es más rápida. Dos años es una pequeña fracción de la vida útil de un artículo sólido). Así pues, con las estructuras ya existentes, podemos hacer que todo lo que publicamos en forma de artículo sea de libre acceso para cualquier persona con una conexión a Internet en cualquier lugar del mundo y con sólo un retraso de dos años. Cualquier cosa que publiquemos en forma de libro estará disponible para un acceso similar. . . 70 años después de nuestra muerte.

Nada de esto significa que las personas que quieran publicar proyectos en forma de libro no deban hacerlo. Se trata simplemente de tener en cuenta que, si bien hubo un tiempo en que la visibilidad y la accesibilidad fueron mayores para las investigaciones publicadas en forma de libro en vez de en artículos, estas dos ventajas están hoy invertidas.

Credit: Brenda Clarke, CC BY 2.0, flic.kr/p/8JBSSW
Credit: Brenda Clarke, CC BY 2.0, flic.kr/p/8JBSSW

 

Revisión por pares

Parte de mi afán de imaginar la historia como una disciplina de artículos refleja los cinco años que pasé como coeditora de la Hispanic American Historical Review, presenciando desde dentro el sistema de revisión por pares. Por supuesto, algunos lectores se retrasan; hay algunas notas ácidas que resultan chocantes. Pero, en general, fue realmente inspirador ver el asesoramiento detallado y reflexivo que todos están dispuestos a ofrecerse sin ninguna recompensa a cambio, y lo mucho que nuestro trabajo mejora mediante ese proceso.

Dado que los editores de libros, frente a los cambios gigantescos mencionados anteriormente, no quieren más de uno o dos capítulos que se superpongan con una publicación previa en revistas, el hecho de que permanezcamos artificialmente como una disciplina de libros plantea el coste de publicar artículos. Esto significa que los estudiosos ven menos revisiones por pares, y durante largos períodos no obtienen ninguna información procedente de tal revisión.

Aquí, el efecto de umbral que hemos creado es particularmente perverso. A los efectos de promoción, no se obtiene ningún crédito por haber escrito 6/7 partes de un libro publicable. Así, los tutores con aversión al riesgo predican aquello de “termina el libro” antes que nada, y los jóvenes con aversión al riesgo lo cumplen febrilmente .

No creo que apreciemos lo costoso que es esto. Los revisores escriben evaluaciones extensas, profundas y francas, de forma gratuita y repetida. Los jóvenes investigadores se beneficiarían enormemente de múltiples muestras previas de los tipos de crítica establecida que los especialistas han de ofrecer, en el transcurso de una temprana carrera, en lugar de los informes de sólo dos lectores de un manuscrito de un libro cuando ya es demasiado tarde para arreglar nada sustantivo, y cuando lo que está en juego es dolorosamente mucho.

La eliminación de los estudiosos del proceso de revisión por pares por largos perídos tras la obtención de una plaza (post-tenure) es también costoso. La renuencia de los profesores titulares (Associate professors) a publicar artículos es una respuesta racional a los efectos de umbral que el modelo de “disciplina-libro” impone. Pero pasar años alejados de la llamada-respuesta de la revisión por pares puede alimentar el aislamiento intelectual y hacer que el reingreso sea innecesariamente tenso. Esa no es la única causa de que se malogren carreras en pleno desarrollo -pero seguramente no ayuda.

Y además de los costes para los individuos, existen costes para el conocimiento colectivo. Si un estudioso publica seis de siete artículos en el camino hacia la promoción y por alguna razón no va más allá, todos compartimos el beneficio que para el conocimientos suponen esos seis artículos. Si un estudioso escribe seis de siete capítulos de libros y se detiene,  el conocimiento se queda en la fortaleza de su ordenador para siempre.

Flexibilidad

Estructurar las expectativas profesionales en una disciplina-libro es como vivir en un país de billetes de 100 dólares. Tal vez nos gustaría ser más flexibles sobre qué comprar. Pero la conclusión es que no se puede obtener cambio. Reconocemos la necesidad de recompensar no sólo la investigación y difusión académica, sino la enseñanza, el servicio y el compromiso. Sin embargo, si la unidad irreductible de la promoción académica es un proyecto de investigación de siete años que lleva a una monografía de 100 mil  palabras, no queda mucho espacio para la flexibilidad.

Por el contrario, un mundo en el que seis o siete buenos artículos en revistas arbitradas formen una base habitual para obtener una plaza y para promocionar es algo con mucho mayor potencial de variación. Tal vez algunos departamentos tendrían como objetivo una división 70-30 entre proyección académica y pública, esperando cuatro o cinco artículos y una presencia pública sostenida como blogero o ensayista. Tal vez los estudiosos dentro de un mismo departamento podrían negociar metas personalizadas para maximizar sus dones particulares.

Probablemente no dejaríamos de escribir libros. Los historiadores tienden a amar los libros con una pasión profunda y obsesiva. Pero queda por ver qué libros escribiríamos! Uno podría publicar cuatro artículos académicos, pongamos por caso, y un libro orientado a compartir esos conocimientos con el público en general, con  palabras escritas especialmente para esa audiencia.

La conclusión es que la producción académica en la que insisten los historiadores, esa que llega en pedazos en tamaño de libro con el fin de contar para la promoción, reduce radicalmente la flexibilidad de los estudiosos al inicio y mitad de sus carreras para dedicarse a  cualquier otra cosa, ya sean artículos arbitrados o difusión pública o géneros digitales todavía no contemplados.

Tengamos en cuenta que la creación de una reputación entre los catedráticos (full professors) ya está libre del imperativo monográfico. Y, sin duda en parte como respuesta, los historiadores destacados escriben todo tipo de cosas maravillosas, jugando con el formato y el objeto en formas a las que antes no se hubieran arriesgado -o tenido tiempo de arriesgar, ya que el ascenso requería una muy diferente tarea específica. Pero, ¿por qué estructurar el sistema para que ningún profesor ayudante o titular puedan racionalmente hacer lo mismo? ¿Por qué habríamos de limitar la creatividad de los jóvenes investigadores, cuando, en verdad, nosotros no tenemos que hacerlo?

Los decanos ya entienden qué son las revistas arbitradas, así como  “los perfiles de los artículos”.  Empujar en esta dirección no requiere una reeducación radical con guardianes externos. Tampoco  requiere la devaluación de la monografía tradicional como una vía para la promoción. Dejemos que florezcan mil flores. Rompamos el monopolio del billete de 100 dólares. Ser una disciplina libros-y o-artículos  no elimina los desafíos a los que nos enfrentamos: pero sí abre una gama más amplia de soluciones”.

cc

 

Las prácticas culturales en la Europa del XIX

Hace unos pocos años, en 2010, Christophe Charle se preguntaba retóricamente en Annales si “Peut-on écrire une histoire de la culture européenne à l’époque contemporaine ?”.  De forma resumida, indicaba en aquel texto:

“En los últimos años, muchos historiadores intentan escribir una historia de la cultura europea en la era contemporánea. La última es la de Donald Sassoon, con su ambiciosa síntesis The culture of the Europeans [Cultura: el patrimonio común de los europeos]. Tras una lectura crítica de este libro, esta nota intenta definir los temas, métodos y enfoques sobre cómo escribir una historia cultural de Europa. Tal historia debe tratar de construir indicadores transnacionales cualitativos, cuantitativos, cartográficos y, si es posible, dinámicos. Tendrá que variar las escalas de análisis y de síntesis, articular los temas específicos de la historia cultural con  las problemáticas de otros enfoques,  sin subordinar ni mostrar una ilusoria independencia frente a otros procesos históricos. También tendrá que definir lugares estratégicos de observación (pensamos aquí en las capitales culturales) para escapar del confinamiento local o nacional, sin ahogarse en una insulsa globalización donde desaparezca la especificidad del momento histórico, de la obra, del género o del público”.

Los apuntes que Charle propuso en aquella nota, y que estaban ya en su libro previo Théâtres en capitales (Albin Michel), se han ido materializado en diversos textos sucesivos. Así se puede ver en el inmediato volumen Discordance des temps. Une brève histoire de la modernité (Armand Colin) o en ensayos breves posteriores, como  “La circulation des opéras en Europe au XIXe siècle” o “Sociétés du spectacle“. No obstante, su forma completa nos llega ahora, con La dérégulation culturelle. Essai d’histoire des cultures en Europe au XIX e siècle (PUF), un exhaustivo volumen de casi mil páginas.

dérégulation culturelle

He aquí la breve presentación del editor:

El siglo XIX fue el momento de la afirmación y de la construcción de una verdadera Europa de las culturas, donde novelas, óperas, obras de teatro, músicas y nuevas ideas circulan como nunca antes. La dérégulation culturelle funda esta dinámica contradictoria en la que se encuentran las fuerzas del mercado, los anhelos de libertad creativa y las voluntades de  emancipación en el acceso a las prácticas culturales y en la emulación entre naciones antiguas y recientes.

Christophe Charle propone una relectura original de las culturas nacidas en una Europa que exporta a todo el mundo libros,  músicas,  óperas, obras de arte, estilos de vida e innovaciones tecnológicas. Las fronteras políticas y religiosas se abren, las censuras se atenúan, los legados académicos abren paso, en fin, a las innovaciones y a las transgresiones en géneros, artes, prácticas y públicos. Síntesis de numerosas obras en muchos idiomas y de análisis originales producto de tres décadas de investigación personal y colectiva del autor, este libro restituye la modernidad social y simbólica de un momento capital de nuestra herencia cultural”.

Y el índice:

Introduction
Première partie : Sortir de « l’ancien régime culturel »
Chapitre 1 : La persistance de l’ancien régime culturel en Europe
Chapitre 2 : Les mutations du livre
Chapitre 3 : Sociétés du spectacle
Chapitre 4 : L’opéra à la conquête de l’Europe
Chapitre 5 : La culture visuelle entre l’état et le marché
Chapitre 6 : La difficile émancipation de la vie musicale
Chapitre 7 : Un nouveau regard sur le passé – Histoire, patrimoine, musées, monuments

Deuxième partie: Les voies des modernités en Europe
Introduction
Chapitre 8 : Des spectacles pour tous ?
Chapitre 9 : Nouveaux medias culturels et nouveaux publics
Chapitre 10 : Révolutions symboliques dans l’europe des peintres et des lettres
Chapitre 11 : Révolutions musicales
Chapitre 12 : Persistance et transformations des cultures populaires

Conclusion générale : « Le bilan d’un siècle »

Ian Morris: la evolución histórica de los valores

El profesor Ian Morris, autor bien conocido entre nosotros, acaba de presentar una nueva obra: Foragers, Farmers, and Fossil Fuels: How Human Values Evolve (Princeton UP), un libro editado e introducido por Stephen Macedo y que cuenta con los comentarios de Richard Seaford, Jonathan D. Spence, Christine M. Korsgaard y Margaret Atwood.

Foragers Farmers

El volumen, tal como lo presenta el editor aborda el siguiente asunto: “La mayoría de personas en el mundo piensan actualmente que la democracia y la igualdad de género son buenas, y que la violencia y la desigualdad de riqueza son malas. Pero la mayoría de las personas que vivieron durante los 10.000 años previos al siglo XIX pensaban lo contrario. Combinando la arqueología, la antropología, la biología y la historia, Ian Morris, autor del best-seller Why the West Rules—for Now, explica el por qué. El resultado es un nuevo y convincente argumento acerca de la evolución de los valores humanos, uno que tiene implicaciones de largo alcance para nuestra manera de entender el pasado -y para lo que pueda suceder en el futuro”.

El planteamiento, además, no es el habitual, al menos desde el punto de vista teórico, tal como se explica en el primer capítulo:

“Mi estudio sobre el choque cultural se diferencia de la mayoría de los estudios recientes en tanto trata de explicar tal experiencia en lugar de comprenderla. (…)

(…)

Al argumentar que los científicos sociales deberían centrarse en la comprensión, en lugar de en la síntesis entre comprensión y explicación que Weber promovió, Geertz captó un muy amplio estado de ánimo en el mundo académico estadounidense. A mediados de la década de 1980, la mayoría de los humanistas y muchos científicos sociales  seguieron  su ejemplo, transformando el choque cultural de un problema a una oportunidad. Debemos regocijarnos, escribió  (…) el historiador Robert Darnton (en ese momento, colega de Geertz en la Universidad de Princeton), de que “lo que fue sabiduría proverbial para nuestros antepasados, es completamente enigmático para nosotros” porque “cuando no podemos comprender un proverbio, un chiste, un rito o un poema, estamos detrás de la pista de algo importante. Al examinar un documento en sus partes más oscuras, podemos descubrir un extraño sistema de significados. Esta pista nos puede conducir a una visión del mundo extraña y maravillosa“.

(…) voy a seguir a una línea de investigación que no sólo se remonta más allá de Geertz, sino también más allá de Droysen. Si retrocedemos lo suficiente, particularmente al medio siglo que va entre los años 1720 y 1770, llegaremos a un momento en que la explicación, no la comprensión, dominaba el estudio académico de la cultura. De Montesquieu a Adam Smith, muchos de los intelectuales de Europa occidental reaccionaron ante la avalancha de información que llegaba de otros continentes postulando -como hago aquí-  que la humanidad se había movido a través de una serie de etapas de desarrollo económico (generalmente una cierta variación sobre la caza, el pastoreo, la agricultura y el comercio), cada una de los cuales tenía su propio sistema característico de actitudes.

(…)”.

Dicho lo cual, recomiento (y transcribo parcialmente), la entrevista que nos ofrece el blog del sello editorial, a cargo de Stephanie Orfanakos:

En su libro, se fija  en la evolución de los valores humanos a lo lardo de decenas de miles de años. ¿Puede decirnos brevemente por qué y cómo cambian los valores ? ¿No es la moral universal e inmutable?

La respuesta a la última parte de esta pregunta es fácil: sí y no. Yo digo que sí, porque en cierto sentido, la moral, sin duda es universal e inmutable. Nuestros valores humanos son el resultado de millones de años de evolución. Los animales que han nacido con genes que les predisponen a valores de equidad, amor, honor, decencia y un sinfín de virtudes relacionadas tienden a florecer, mientras que los animales que no valoran la equidad, etc., tienden a no prosperar. Como resultado, una disposición hacia estas actitudes prosociales se propaga a través del banco de genes, y casi todos los seres humanos comparten los mismos valores fundamentales. La razón por la que también digo que no, sin embargo, se debe a que las formas en que se han interpretado la equidad, etc., han variado ampliamente a través del tiempo. Pocos historiadores lo discuten; pero menos aún son loq eue han visto que lo que hace que los valores cambien no son los pensamientos profundos de los filósofos, sino la fuerza más básica de la energía. A medida que la humanidad ha pasado de la recolección y la agricultura uso de combustibles fósiles, hemos visto que  diferentes niveles de captura de energía se reclaman fistintos tipos de organización social, y que estos diversos tipos de organizaciones  favorecen muy diferentes interpretaciones de los valores humanos. Para los cazadores-recolectores, la equidad significa a menudo que todo el mundo debería recibir partes iguales de alimentos, respeto, y otras cosas buenas, pero a la gente de la sociedad agícola, la equidad significa a menudo que la gente debe recibir muy diferentes porciones, porque sienten merecer distintas porciones. Los hombres se merecen más que las mujeres, los ricos se merecen más que los pobres, los libres se  merecen más de los esclavizados, y así sucesivamente, con demasiadas categorías que contabilizar. Los recolectores y los agricultores lo sienten así no porque los primeros sean todos unos santos y estos últimos todos unos pecadores, sino porque sería casi imposible una sociedad del primer tipo funcionara como una monarquía feudal y casi imposible que una sociedad agrícola lo hiciera como una alianza de iguales. Los recolectores que se inclinan hacia la igualdad y los agricultores que tienden hacia la jerarquía intentan superar y reemplazar a los recolectores y agricultores que no lo hacen. En nuestra propia era de los combustibles fósiles, los valores han seguido mutando. Tendemos a creer que la justicia significa que todos deben recibir también  iguales porciones -pero no demasiado iguales-  de alimentos, respeto, y otras cosas buenas. Los antropólogos que pasan a menudo mucho tiempo en sociedades de recolección o agricultura, se sienten como si hubieran entrado en mundos alienígenas, donde los valores son inversos; y la gente de la mayoría de los períodos del pasado habrían sentido exactamente lo mismo hacia nosotros.

En nuestra actual era de valores de combustibles fósiles, usted afirma que la violencia y la desigualdad han disminuido en gran medida repecto a períodos anteriores. Eso parece contrario a la intuición. ¿Nos lo puede precisar?

Mucha gente hoy en día siente nostalgia de un mundo desaparecido,  preindustrial, más simple, y hay razones para sentirse así; pero no si valoran la paz, la prosperidad  o (en general) la igualdad. A lo largo de los últimos cincuenta años, los científicos sociales han acumulado datos que nos permiten medir la riqueza, la desigualdad y las tasas de violencia en el pasado. Los resultados son sorprendentes, hasta el punto que pueden parecer, como usted sugiere, contrarios a la intuición. Las sociedades recolectoras tendían a ser bastante iguales en riqueza, aunque sólo fuera porque casi todo el mundo era desesperadamente pobre (según un cálculo, el promedio de ingresos era el equivalente a alrededor de $ 1,10 por día). También tendían a ser muy violentas (según  muchos cálculos, más del 10 por ciento de los recolectores morían violentamente). Las sociedades agrícolas tendían a ser menos violentas que las sociedades recolectoras (probablemente no era infrecuente una tasa del  5 por ciento de muertes violentas) y no tan pobres (los ingresos medios por encima de 2 $  por día eran comunes); pero también eran masivamente desiguales, teniendo regularmente pequeñas élites que poseían miles de veces más que los campesinos comunes. Las sociedades de combustibles fósiles, por el contrario, son más seguras y más ricas que lo que el mundo haya visto jamás, y también son más iguales que todas, excepto las más simples de entre las de los recolectores.   A nivel mundial, la persona promedio gana 25 $ por día y tiene una posibilidad del 0,7 por ciento de morir violentamente, y en algunos países los impuestos progresivos han empujado la desigualdad de ingresos a cerca de niveles no vistos desde las sociedades más simples de recolectores (incluso aunque ahora vaya de nuevo en aumento ). En todas las épocas previas al año 1800, el promedio de la esperanza de vida al nacer era de menos de 25 años; ahora es de 63 . A pesar de todas las cosas que puede que no nos gusten de nuestra época, a las gentes del pasado les hubiera parecido un reino mágico.

(…)

© Copyright. Princeton University Press

Roger Chartier: la mano del autor, el espíritu del impresor

Como ya viene siendo habitual, Roger Chartier nos ofrece otra recopilación de sus escritos, titulada esta vez La main de l’auteur et l’esprit de l’imprimeur. XVIe-XVIIIe siècle (Folio-Gallimard). En esta ocasión, además, se trata de un volumen muy extenso, con más de 400 páginas divididas en diez capítulos  (“Pouvoirs de l’imprimé”, “La main de l’auteur”, “Traduire”, “Textes sans frontières”, “Préliminaires”, Du livre à la scène,  Les temps des œuvres, “Ponctuations”, “De la scène au livre” y  “Écrit et mémoire”). Son ensayos publicados entre 2004 y 2014, excepto el contenido de “Textes sans frontières“, que es inédito.  Se añade a todo ello un epílogo (Cervantès, Ménard, Borges) y una “Avant-Propos” que no es nueva del todo.

Sea como fuere, siempre es un placer reencontrarse con Roger Chartier y con su amplia obra. Como presentación, unos párrafos de esa aludida “Avant-Propos”:

La main de l'auteur

“Escucho a los muertos con los ojos”. Escuchar a los muertos con los ojos.  Este verso de Quevedo parece designar con agudeza, no sólo el respeto del poeta por los viejos maestros, sino también la relación de los historiadores con los hombres y mujeres del pasado cuyos sufrimientos y esperanzas, razones y sinrazones, decisiones y frustraciones quieren comprender -y hacer comprender. Sólo los historiadores que se ocupan de épocas más recientes, gracias a las técnicas de la historia oral, pueden escuchar literalmente las propias palabras de aquellos cuya historia escriben. Los demás, todos los demás, deben escuchar a los muertos sólo con sus ojos y encontrar las palabras antiguas en los escritos que han conservado su huella.

Para desesperación de los historiadores, estas huellas, dejadas en papiro o piedra, pergamino o papel,  a menudo y mayormente no registran otra cosa que silencios -los silencios de aquellos que nunca han escrito, los silencios de aquellos cuyas palabras, pensamientos o acciones no fueron importantes para quienes controlaban la escritura. Pocos de hecho son los documentos donde -a despecho de las traiciones impuestas por las transcripciones de escribanos, jueces o letrados- los historiadores pueden oír las palabras de los muertos, obligados como están a expresar sus creencias y gestas, recordar sus acciones,  relatar su vida. En su ausencia, a los historiadores sólo les queda enfrentarse a un reto formidable y paradójico: escuchar las voces mudas.

Pero la relación con los muertos que habitan el pasado ¿puede ser reducida a la lectura de los escritos que han compuesto o que hablan de ellos mismos sin quererlo? Por supuesto que no. En primer lugar, porque el trabajo del historiador debe también reconstruir lo que los individuos o sociedades ignoran de sí mismos. En este sentido, la atención prestada a las huellas de voluntades y sentimientos no se puede separar del análisis de las constricciones no sabidas, de las determinaciones  no percibidas que imponen, en cada momento histórico, el orden de las cosas y de las palabras. En segundo término, porque en los últimos años los historiadores han tomado conciencia de que no tenían el monopolio de la representación del pasado y de que su presencia podía apoyarse en relaciones con la historia infinitamente más potentes que las de sus propios escritos . Los muertos acechan la memoria- o las memorias. Para ellos, ir a su encuentro no es escucharlos con los ojos, sino encontrarlos, sin la mediación de lo escrito, en la inmediatez del recuerdo, la anamnesis o  la construcción de memorias colectivas .

(…)

Para un autor, como el historiador, releerse es siempre un reto. Los ensayos aquí reunidos han sido cuidadosamente revisados para corregir errores y ajustar las referencias necesarias con los libros y artículos aparecidos después de su publicación. Escritos hoy, estos textos probablemente serían diferentes, pero en todo caso quedarían inscritos en la misma trayectoria de investigación y reflexión. Siempre pensé, y sigo pensando, que el trabajo del historiador viene impulsado por una doble exigencia. Debe ofrecer nuevas interpretaciones de problemas bien definidos, de textos o corpus minuciosamente estudiados. Pero también debe  diálogar con sus vecinos de la filosofía, la crítica literaria y las ciencias sociales. Es con esta condición que la historia puede sugerir nuevas formas de comprensión y ayudar al conocimiento crítico del presente”.

© Éditions Gallimard