Entra el espectro

¿Hay algo en lo que decimos? Esta pregunta, desplazada pero no fuera de lugar, pertenece al subtítulo de un libro que no aparece en este, pero condiciona su lectura. Se trata de Presencias reales, donde el maestro George Steiner nos enseña que entre la crítica y la obra ha de existir una relación de «responsabilidad» ―un sustantivo que alberga la noción de «respuesta»―. La hermenéutica, como entendimiento responsable, significa aceptar libremente la obligación de responder. Entonces el proceso de comprensión se vuelve un acto moral presidido por el principio de cortesía, por el tacto del corazón. Y es justamente ese tacto, u oído crítico, el que demanda este tratado de ontología revestido de historia de fantasmas, y aun de novela de terror, con el que Ana Carrasco Conde nos acerca a la filosofía como una de las bellas artes. De Platón a Žižek, con un imprescindible alto en Schelling, la autora rastrea la estirpe de los filósofos que han desobedecido la admonición de Parménides ―«que nunca se violará tal cosa, de forma que algo, sin ser, sea»― para rescatar, oportunamente, la siempre intempestiva figura del fantasma.

Abramos pues estas sugerentes y misteriosas Presencias irReales y, como quería el poeta, escuchemos con los ojos a los muertos. El espectro ya nos aguarda.

Miremos alrededor. La realidad que percibimos es aquello que somos capaces de concebir dentro de un marco de comprensión cuya lógica se entreteje con el sentido común que compartimos. No es, por tanto, «algo de lo que tengamos un conocimiento inmediato». O, dicho de otro modo, «la realidad no tiene que ver con lo que se presenta, sino con lo que se representa». Es un constructo simbólico que linda con «el desierto de lo real» (Žižek), que huye de «los paisajes del miedo» (Tuan). Y siempre, siempre hay algo que se resiste a la simbolización, algo que nos persigue en nuestra evasión.

Pero eso no es todo. El mundo y el yo están entrelazados hasta tal punto que puede decirse que la formación de la identidad y la conformación de la realidad son dos momentos del mismo movimiento, el de la «mismidad», en virtud del cual cada yo hace su mundo y se construye a sí mismo al hacerlo. Por eso también hay, dentro de cada uno, algo que elude ser integrado en la identidad narrativa.

Y es ahí, en esas brechas abiertas en el tejido de la realidad o en la trama de la identidad, por donde asoma el fantasma, que recusa la realidad en que vivimos cuando esta «quiere erigirse como totalidad homogénea de lo que hay», y nos recuerda que, antes de llegar «a la tranquilidad de saberse uno, es preciso pasar por la inquietud de creerse otro». El fantasma se efectúa en la superficie de nuestro mundo, pero señala que esta descansa sobre una profundidad insondable en la que se agitan corrientes desconocidas. El fantasma, sin embargo, no es solo negatividad, sino que posee una potencia positiva que apunta hacia otro modo de ser, hacia la posibilidad de lo otro y de la radical diferencia, aunque él mismo no sea ni ese otro modo ni esa diferencia, sino el indicio de su existencia.

De la fotografía: cc GabPRR, Ghost, 2012, vía Flickr.

¿Qué es, pues, el fantasma? Definirlo no es fácil, pues hacerlo conlleva cuestionar tanto la lógica de nuestro sentido como el sentido de nuestra lógica. En el dominio de lo espectral ―observa Alberto Ruiz de Samaniego― la disyunción shakespeariana entre ser o no ser se transforma en la conjunción entre ser y no ser. El fantasma parece que no es, pero nos afectan sus efectos; no existe, pero insiste; no es un ente, pero «tiene una entidad». Para ser visto, el fantasma se reviste con algún atributo de lo ente ―una sábana, un rostro conocido, la armadura del padre―, pero si lo miramos de cerca no hay nada bajo la sábana ni padre bajo el yelmo, y el rostro se vuelve siniestro. Su entidad «se sitúa más bien en un “entre” que quiebra la dualidad entre ser y nada o entre vivo y muerto».

Lo que sí sabemos es que el fantasma se manifiesta, acontece ―aunque, en rigor, «no solo sucede, sino que se sucede»―. La irrupción del fantasma es un acontecimiento que desvela una fractura en nuestra realidad y que, al revelarse, pone ante nosotros algo de lo que debemos hacernos cargo. La falla ya estaba ahí, es solo que ahora ya no podemos ignorarla.  Por lo demás, «no ver el fantasma ni la apertura por la que se abre paso no significa que sus efectos no hayan de afectarnos». El espectro se asemeja a la historia efectiva o Wirkungsgeschichte de Gadamer, que «se impone incluso allí donde la fe en el método quiere negar la propia historicidad».

Si, ante la llegada del fantasma, cerramos nuestra realidad a cal y canto y nos encerramos en nosotros mismos, si levantamos muros y percibimos el exterior como una fuerza enemiga, entonces nuestra realidad se convertirá «en un infierno de lo igual en guerra permanente contra lo diferente», se degradará hasta volverse siniestra, como ese oscuro universo paralelo que vemos en la serie de los hermanos Duffer Stranger Things. (Sirva esta referencia cinéfila como guiño a un libro felizmente repleto de ellas.)

De la fotografía: fotogramas superpuestos de «Stranger Things», © 21 Laps Entertainment / Monkey Massacre, 2017.

¿Cuáles son los fantasmas propios del presente? La autora distingue tres. Primero, el espectro del sujeto, integrado en una red que lo ha vaciado «para hacerlo uniforme y homogéneo, listo para ser etiquetado»; el yo, vuelto «espectáculo de sí mismo» en las pantallas que lo reproducen, ha devenido una forma espectral de lo que era, un egocéntrico soi-même incapaz de verse un autre. Segundo, el espectro del otro proyectado en las paredes de cristal líquido de nuestro mundo, reducido a «una otredad sin alteridad» o directamente a una amenaza, como en el caso del terrorismo; la primera víctima de la «edad de la ira» (Mishra) es «la visión del otro como un sí mismo».

Y tercero, el espectro del pasado, en el que me detendré, que vuelve «como una huella de algo que ocurrió y que insiste en regresar una y otra vez». Porque, a veces, el olvido no es una borradura sino solo una tachadura, tras la cual lo escrito trasparece, la huella permanece, indicándonos la existencia de una herida, aunque no la herida misma. No estamos lejos de lo que Lyotard llamó «lo inmemorial», el recuerdo de lo que se ha olvidado, un «olvido inolvidable», un pasado irrepresentable que asedia todo presente y revela que, efectivamente, «el tiempo está fuera de quicio».

El fantasma, que no es el recuerdo sino su imagen, denuncia la injusticia o adikía del presente y reclama justicia: «The time is out of joint. O cursèd spite, that ever I was born to set it right!», exclama el príncipe de Dinamarca. El reconocimiento de la injusticia del tiempo es el primer movimiento de la historia, como se aprecia claramente en Heródoto. Y nos desvela esta inquietante lección: sin la aparición del fantasma, sin su pregunta y nuestro compromiso de respuesta, no hay historia. Entonces sí, el resto es silencio.

¿Qué hacer con el fantasma? Esa es la cuestión, pues de cómo inscribamos en nuestra realidad lo que aquel anuncia depende que podamos asumir y elaborar la experiencia o bien que esta se corrompa y nos atormente. De esto se deduce, por cierto, que el espectro en el fondo nunca se presenta, sino que representa al inscribirse en nuestra realidad simbólica. Es un argumento fuerte que entra en contradicción, por ejemplo, con la teoría de la presencia de Eelco Runia, a la que también soy sensible. Pero es un argumento de peso que ya no va a abandonarme y sobre el que habré de meditar. La profundidad de este libro, una de sus numerosas virtudes, invita a sucesivas relecturas.

De momento, me quedo con la certeza de que, para hacer frente al asedio de los fantasmas, es preciso permanecer abierto a la diferencia, dar la bienvenida a lo otro y, en cuanto al pasado, hacerse cargo de su herencia sin testamento.

Contra la aceleración

Este mundo no iría tan rápido si no estuviera constantemente perseguido por la proximidad de su caída.
Comité Invisible

Este es un libro paradójico. Es, de entrada, un libro acelerado contra la aceleración. Es, también, un libro que considera la aceleración el rasgo distintivo de nuestra época, pero sostiene que echar el freno no sirve de nada, que la lentitud es una estrategia infructuosa. Y es, en fin, un libro que planta cara a la aceleración dándole la espalda, rehuyendo en cierta medida el combate. No es poca cosa para empezar.

Ciertamente, la originalidad del libro que ha escrito el joven Luciano Concheiro no reside tanto en el fondo de sus argumentos como en la forma en que los expone, porque el suyo no es uno de esos «gruesos libros teóricos o filosóficos» que hoy muy pocos tienen el tiempo y la atención necesarios para leer. Al contrario, es un ensayo breve y fragmentario pensado para todos aquellos que sienten ―que sentimos― el agobio de la velocidad y la dispersión. Ese es uno de sus puntos fuertes. Además, los ejemplos, metáforas, imágenes e incluso fotografías ―todas ellas del artista mexicano Gabriel Orozco― que utiliza para ilustrar sus tesis resultan especialmente pertinentes para el lector de la era digital. Sirva esta muestra: la edad de la historia ha terminado porque no hay un orden del discurso histórico, un relato que dé sentido a cuanto sucede; la concepción del tiempo que hoy predomina es «como una página web de scroll infinito (es decir, como funcionan Facebook, Instagram y Twitter)».

Desde ahí, Concheiro rastrea los orígenes de la aceleración hasta la introducción de las máquinas en el corazón del sistema productivo, a mediados del siglo dieciocho. De repente, la lentitud se volvió intolerable. Lo humano dejó de ser la medida de todas las cosas y «el tiempo fue desnaturalizado». Las consecuencias de la mecanización no solo se dejaron sentir en la aceleración del tiempo, sino también en la compresión del espacio. En 1700, viajar de Londres a Mánchester costaba cuatro días, aproximadamente lo mismo que a un soldado romano en el siglo primero de nuestra era; en 1880, gracias al ferrocarril, solo cuatro horas. El sistema fabril, por su parte, concentró cada vez a más obreros en un solo lugar, desarticulando la producción tradicional y posibilitando la división del trabajo y la gobernabilidad del tiempo. Y eso solo era el principio.

Si, dando un salto, observamos ahora nuestro presente, no tardamos en percibir los múltiples efectos de la instauración del tiempo del capital. En la política, el compromiso es hoy una reliquia de un pasado en el que todavía se confiaba en el futuro, y la participación se reduce, demasiadas veces, a una sucesión de «tormentas de indignación» que se agotan en la red. El resultado es una política cuyo eje rector ya no es el acontecimiento, sino el escándalo. Los pilares de la democracia, la deliberación y el debate, son sustituidos por el «imperio de la discrecionalidad», que requiere menos tiempo. En la economía, la obsolescencia programada y la actualización perpetua son símbolos de unas vidas rendidas al consumo sin fin. El mercado, desregulado para que ningún obstáculo entorpezca la circulación del capital, causa la precarización absoluta de las formas de vida. En los medios de comunicación, Internet fomenta la «amnesia digital» y el éxito de cada nueva noticia depende de la erosión del recuerdo de la anterior. En la vida cotidiana, el trabajo y el ocio se confunden cuando se extiende la necesidad de estar disponible a todas horas y el «principio de urgencia» invade toda actividad. En definitiva, todo objeto o idea que se incorpora al circuito del intercambio comercial se ve, irremisiblemente, «doblegada por la lógica de la aceleración». Y no nos engañemos: como sentencia Paul Virilio, «la ley del más rápido es el origen de la ley del más fuerte».

¿Qué hacer? Esta pregunta, título de una novela de Nikolái Chernyshevski que inspiró a Lenin, parece acompañarnos desde entonces en las grandes encrucijadas históricas. La respuesta que ofrece Concheiro es otro de los aspectos originales del libro, aunque no ha sido acogida unánimemente con benevolencia. Enunciada con brevedad lapidaria, es esta: «No querer transformar, sino huir». Hoy por hoy, juzga el autor, no podemos cambiar de golpe nuestra realidad ni «construir una narrativa contrahegemónica duradera». La aceleración es «una necesidad sistémica» contra la que nuestra voluntad nada puede, algo que, por sí mismo, constituye un signo inequívoco de la oclusión de la figura moderna de la historia.

Así las cosas, parece que todo lo que podemos oponer al régimen de la aceleración es una «resistencia tangencial» que renuncie a transformar el mundo, como quería Marx, pero no a cambiar la vida, siguiendo a Rimbaud. Para hacerlo, el primer paso es iniciar una «relación estética» con el entorno que nos ayude a percibir, a saborear y aun a desencadenar el instante. Esta es la clave de la filosofía práctica de Luciano Concheiro. El instante es una ocurrencia que irrumpe en nuestro tiempo para interrumpirlo, es una «incisión en el devenir». Cuando lo experimentamos, «rompemos con nuestro pasado y nuestro futuro» y nuestro yo se disuelve, empujándonos a «palpitar al unísono con el cosmos»; es, pues, «un éxtasis». Tal experiencia tiene una «potencia subversiva gigantesca», porque es capaz de contrarrestar la velocidad y ausentarnos de la actualidad apresurada en que vivimos.

El instante puede aprehenderse cuando llega, como un relámpago, pero también puede desencadenarse. Para ello, es necesaria una praxis, una práctica que nos enseñe a estar de otra manera en el mundo, a relacionarnos con los demás de otro modo. Un ejemplo es la revuelta, tal como la han experimentado algunos movimientos sociales contemporáneos, esto es, como una impugnación de la normalidad que ha generado solidaridades imprevistas. Otro es la fiesta, como el carnaval que estudió Mijaíl Bajtín, en cuyo decurso solo puede vivirse conforme a sus leyes, que son las de la libertad. También la experiencia poética, esa apertura a «las fuentes del ser» según Octavio Paz, nos aúpa al instante a través del presente suspendido de la recitación. Como lo hace, en fin, la fotografía, que es, según Gabriel Orozco, el arte de la presencia, de estar ahí y percibir cuanto sucede, de descubrir, de esperar a que las cosas se revelen y el tiempo se detenga. Las obras de este artista pautan los capítulos del ensayo. Cierra este texto una de ellas, quizá una meditación sobre la arena del tiempo.

En conclusión, la experiencia del instante, como temporalidad radical, no es una solución definitiva a la aceleración. No es tampoco la estación de Finlandia, la última parada antes de la revolución en el tiempo, sino una estación de paso: un «mientras tanto». Quizá parezca poco, y desde luego no es todo lo que necesitamos, pero sí es lo que ahora tenemos al alcance. El instante no dura, luego solo puede escapar de la aceleración un momento. Pero, si aprendemos a vivirlo, veremos que ante nosotros se asoma, fugazmente, la posibilidad de otro tiempo.

De la fotografía: © Gabriel Orozco, Sand on Table, 1992-93.