Los protestantes y los modestos inicios del helenismo contemporáneo en España: Santiago Usoz

El filoprotestantismo se nos muestra, en un país de tan profundas raíces católicas, como una suerte de exótica rareza. Pero protestantes en España los hubo, y su estudio supone uno de los capítulos acaso más interesantes de nuestra historia. Menéndez Pelayo los estudió, fascinado, en su obra acerca de los “Heterodoxos”. No resulta, además, casual, que buena parte de estos protestantes hispanos sean, asimismo, helenistas y filólogos. El impulso de la lectura directa de la Biblia dio lugar, en los países septentrionales de Europa, al desarrollo de la filología, preocupada por la correcta edición de los textos. El hecho de que me haya dedicado a estudiar la temprana y curiosa recepción en España del manual de literatura griega de Otfried Müller, en particular, gracias a la labor del helenista Santiago Usoz, que lo utiliza para su programa de curso de 1860, así como la visita a la exposición que sobre el legado bibliográfico de su hermano, Luis Usoz, se celebra estos días en la Biblioteca Nacional de España, me ha invitado a hacer las siguientes reflexiones. No me olvidaré de referirme, asimismo, a Alfredo Adolfo Camús y Bergnes de las Casas. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO, DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

A la memoria de mi padre, Francisco Garcia Gayo,

gracias a quien supe por vez primera de

Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera

Dentro de unos meses aparecerá en la prensa un trabajo del que me siento especialmente orgulloso: “Lecturas españolas de la Historia de la literatura griega de Karl Otfried Müller: Santiago Usoz (1860) y Alfredo Adolfo Camús (1889)”. Aparecerá publicado dentro del libro que reúne las ponencias presentadas al congreso “Ecos y resplandores helénicos en la cultura hispana“, celebrado en Atenas el pasado mes de septiembre de 2016. A través de este título, tan azoriniano, puede entreverse que mi trabajo trata acerca de las condiciones en las que se llevó a cabo en España la lectura y traducción de una de las joyas de la historiografía de la literatura griega: el manual de Otfried Müller, cuya primera versión, necesariamente incompleta por la muerte prematura de su autor, vio la luz en 1840. Mucho antes de que la versión alemana de esta obra apareciera vertida al español, en 1889, con un fundamental prólogo de Alfredo Adolfo Camus, ya en 1860 había sido utilizada, en su versión inglesa, por el helenista Santiago Usoz a la hora de confeccionar su programa de curso de literatura griega.

Gracias a un excelente trabajo de mi colega Ángel Ruiz Pérez, donde estudia la figura de este helenista, catedrático de griego en la Universidad de Santiago de Compostela, tuve el privilegio de proponer, sin margen de error alguno, que este programa de curso estaba basado en el manual de Otfried Müller, algo que, en 1860 constituía en España una verdadera rareza. ¿Por qué recurrió Santiago Usoz al manual de literatura griega más avanzado en aquel entonces para llevar a cabo su programa de curso? La razón básica está en la figura de su hermano, Luis Usoz, heterodoxo y protestante, acerca de quien estos dias se celebra en la Biblioteca Nacional de España una interesante exposición relativa a su legado bibliográfico.

Como es natural, los libros que más destacan en el Fondo Usoz son aquellos que tienen que ver con las versiones protestantes de la Biblia en España, como la famosa Biblia del Oso, o los documentos claramente ligados a la heterodoxia, sin olvidar la importante vertiente popular que llevó a Usoz a ineresarse por el romancero y los pliegos de cordel.

Sin embargo, hay dos documentos en este legado, no recogidos en la exposición, que a mí, particularmente, me llaman poderosamente la atención, a pesar de resultar, obviamente, mucho más discretos. Me refiero, en particular, a dos ejemplares de la Historia de la literatura griega de Otfried Müller a los que ya he tenido ocasión de referirme en un blog anterior. En mi trabajo sobre las lecturas españolas de Otfried Müller evoco el viaje a Inglaterra que Luis Usoz organizó para su hermano en 1850, en la idea de que conociera a la comunidad cuáquera y se imbuyera de su espíritu protestante. Por lo que sabemos, Santiago tenía, además, otros intereses viajeros que lo llevaron a recorrer distintos lugares de Inglaterra y a hacerse, asimismo, con una buena cantidad de libros ingleses. No sabemos si entre tales libros habría un ejemplar de la literatura griega de Müller en su versión inglesa, pero no deja de ser probable que lo hubiera.

En cualquier caso, tales circunstancias dieron lugar a una temprana y, en gran medida, inesperada lectura en España del libro de Otfried Müller, que supuso una verdadera revolución en el ámbito de la historiografía de la literatura griega por las nuevas consideraciones acerca del transfondo cultural de la mitología y de su significado para la antigua historia griega. Esta lectura no hubiera sido posible sin ese viaje a Inglatera de Santiago Usoz inspirado por su hermano y sus afinidades protestantes.

Estas reflexiones sobre los hermanos Usoz me conducen ahora hasta otro personaje del siglo XIX español que, sin ser protestante, sintió un profuno respecto por la figura de Erasmo de Rótterdam. Me refiero a Alfredo Adolfo Camús.

Nuestra moderna edición de la “Carta a don Emilio Castelar”

Como decimos, sin llegar a ser protestante, pero sí profundo admirador de Erasmo, el catedrático de literatura clásica grecolatina más importante de la España del siglo XIX, Alfredo Adolfo Camús, ha dejado algunos textos, uno ya editado y otro en proceso de edición, donde se corrobora ampliamente lo que Pérez Galdós, otrora alumno, decía acerca de su maestro y Erasmo. Camús publica en la prensa, en 1858, una extensa carta abierta a su antiguo alumno y siempre amigo Emilio Castelar. Eran los tiempos de los furibundos ataques por parte de los grupos neocatólicos contra la enseñanza de los antiguos autores paganos. Camús inserta dentro de su carta la llamada “Homilía a los jóvenes sobre el provecho que se puede sacar de la lectura de los autores paganos”, compuesta por San Basilio Magno, cuya traducción al español por parte de Camús supone una pequeña joya literaria. No menos singular es la obra por entregas que, bajo el título de “Refranes”, publica Camús a partir de los “Adagios” de Erasmo, y cuya edición prepara desde hace unos años María José Barrios Castro. En definitiva, Camús nos lleva hasta un Erasmo que, acaso, ya no sería el esperable en el siglo XIX, es decir, el del “Elogio de la locura”, sino el de los “Adagios” o “Refranes”, pero que nos acerca al sentido atemporal de la sabiduría de los antiguos.

Esta relación entre los modernos helenistas y el protestantismo seguiría sinuosos recovecos dignos de ser estudiados en otros nuevos autores. Agradezco a mi apreciado colega Jaume Pòrtulas que me haga este oportuno comentario tras leer el original de mi trabajo sobre Usoz y Camús:

El comentario es acerca de los contactos de Santiago Usoz y su hermano con los cuáqueros, en Londres. Parece que también Bergnes de las Casas se unió a ellos, en circunstancias semejantes. Si en 1846 Bergnes y Usoz opositaron a la misma plaza, la situación (para quien estuviera informado de los entresijos de la cosa) no dejaría de ser singular. Supongo que sería interesante estudiar la influencia de los diversos grupos protestantes en los modestos inicios del helenismo contemporáneo español (Bergnes, por ejemplo, como ya debes saber, estuvo involucrado en la difusión de la Biblia en vernáculo).

Hablando, precisamente, de la preocupación por la Biblia, recuerdo que, desde pequeño, había en casa de mis padres una versión “protestante” de las Sargradas Escrituras, y que ésta era la traducida por Casiodoro de Reina (la llamada “Biblia del Oso”), luego corregida por Cipriano de Valera. Para mi sorpresa, la mayor parte de las personas con las que luego he hablado acerca acerca de este tema desconocía su existencia y, hasta incluso, el hecho de que hubiera diferentes versiones de la Biblia al español. Cuando el otro día tuve ocasión de contemplar una “Biblia del Oso” en la exposición sobre Usoz de la Biblioteca Nacional me emocioné y di, en silencio, las gracias a mi padre por habérme la dado a conocer. El oso de la viñeta que aparece en la portada de esta Biblia fue el motivo por el adquirió tan singular nombre:

Por tanto, estamos ante un asunto interesante y sutil que algún día debería ser abordado en toda su extensión, como un página olvidada (una más) de nuestra historia. FRANCISCO GARCÍA JURADO

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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Una nueva historia de la Filología Clásica

Cuando, a comienzos del siglo XVIII, Jonathan Swift nos relata en su Battle of the books la legendaria contienda que tuvo lugar en la Biblioteca de Saint James entre los antiguos y los modernos, asistimos a lo que un lector no avisado podría percibir, cuando menos, como una paradoja. El filólogo Richard Bentley, ya en alguna otra ocasión convertido en personaje literario por el mismo autor satírico, se nos presenta como uno de los abanderados del bando de los modernos. ¿Cómo es posible que un consumado experto en Homero y Horacio, además de uno de los mejores cultivadores de la crítica textual de textos antiguos basada en la conjetura, no combata al lado de los que son supuestamente sus aliados, los antiguos? FRANCISCO GARCÍA JURADO, DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

En la supuesta paradoja habita su razón fundamental de ser: Bentley no es más que uno de los más conspicuos “modernos”, pues cree saber más de los antiguos incluso que ellos mismos.

Esta condición esencialmente moderna de los estudios clásicos a partir del siglo XVIII, no en vano herederos de la tradición humanística del Renacimiento, también los convierte en fruto de las nuevas corrientes historicistas del pensamiento ilustrado. Ello da lugar a un nuevo relato de la Antigüedad que se inicia con figuras tan relevantes como Johannes Joachim Winckelmann, el propio Bentley y, sobre todo, Friedrich August Wolf. El profesor Salvatore Cerasuolo ha señalado convenientemente la herencia que la “Enciclopedia de la Antigüedad” de Wolf recibe del mismo enciclopedismo ilustrado de la época a la hora de dividir las “Ciencias de la Antigüedad” en diferentes ramas del saber, rompiendo así con el antiguo carácter circular (propiamente “enciclo-pédico”) de los viejos saberes humanísticos. Partamos, pues, del hecho maravillosamente paradójico de que las “Ciencias de la Antigüedad” y la “Filología Clásica” son creaciones modernas, en definitiva, una manera de actualizar a la luz de un nuevo presente (con sus correspondientes métodos) lo que no deja de ser la ilusión del estudio de un remoto pasado “tal cual fue”.

El libro que reseñamos se adecua perfectamente, tanto por su contenido como por su disposición, a estos presupuestos modernos de la Filología Clásica tal como hoy la conocemos. Es ya un hecho más que significativo que el autor elegido para que dé inicio a este relato sea el propio Richard Bentley, y que tal historia no comience, como ocurre, por ejemplo, con el tomo segundo de la Historia de la Filología Clásica de Rudolf Pfeiffer, en el 1300. Lo que conocemos como Filología Clásica adquiere su carta de naturaleza con las llamadas “Ciencias de la Antigüedad” de Wolf, y son parte de un proceso impensable sin la propia Ilustración y de la configuración de la Historia crítica. No en vano, es a finales del siglo XVIII cuando se configura el concepto de “Clásico” para hablar de la “Antigüedad” como tal, concebida ésta ahora como un objeto de estudio histórico y diferenciado de nuestras propias circunstancias, frente al modelo meramente ejemplarizante de la antigua humanitas. Por ello, la Filología Clásica entendida como tal (sin anacronismos) es ya asunto propio de los “modernos”.

Además de partir de este sentido moderno y propio de la Filología Clásica, la aparición de esta nueva monografía debe ser celebrada también porque enriquece un acervo bibliográfico que, en verdad, resulta bastante escaso. No existen, de hecho, muchas monografías dedicadas a la historia de la Filología Clásica, como podemos ver en la relación de obras relativas a ese asunto que se hace en la p. 395. Recordémoslas sucintamente: Bursian (1883), Sandys (1903), Gudeman (1907), Kroll (1908), Wilamowitz-Moellendorf (1921), Pfeiffer (1968) (desde los comienzos a la etapa helenística), Hentschke y Muhlack (1972) y de nuevo Pfeiffer (1982), que completa con la modernidad su historia iniciada en los tiempos antiguos (desde Petrarca a Mommsem). De tales obras, en español tan sólo se han traducido los dos tomos de Pfeiffer, en los años 80 del siglo XX, y acaso no todo el mundo sepa que la Historia de la Filología Clásica de Wilhelm Kroll fue vertida por Pascual Galindo Romeo para la editorial Labor en 1928, precisamente en los tiempos donde nacía oficialmente la Filología Clásica en nuestro país, como fruto de un soñado anhelo que se había iniciado durante el último cuarto del siglo XIX, durante la llamada “Polémica de la ciencia española”.

De cualquier forma, y al margen de algunos ensayos parciales, semblanzas biográficas de filólogos o historias particulares de alguna disciplina, observamos que las historias de la Filología Clásica como tales no llegan a una decena, por lo que la aparición de esta nueva obra, coordinada por Diego Lanza y Gherardo Ugolini, supone una aportación específica, nada menos que la primera historia de la Filología Clásica publicada en el siglo XXI. Asimismo, es significativo que sean ahora los académicos italianos quienes se hayan preocupado de semejante menester, en una disciplina historicista donde el predominio ha sido casi siempre el germánico. La Filología Clásica italiana, si bien muy deudora de la germánica, tiene, no obstante, sus propias características y, en ese sentido, se nos ofrece un relato actualizado y no meramente acumulativo de los hechos, articulado sobre todo a partir de figuras notables que dan nombre a las diversas épocas que representan. Es muy orientativo y definidor de la propia naturaleza del libro que reseñamos su esquema. Tras una oportuna introducción, la obra se articula en tres partes:

1. La primera abarca desde el capítulo primero al cuarto, dedicados a Richard Bentley y la “filología como arte de la conjetura” (a cargo de Francesco Lupi), Christian Gottlob Heyne y los nuevos caminos para el estudio de los antiguos (a cargo de Sotera Fornaro), Friedrich August Wolf y el nacimiento de la Altertumwissenschaft (a cargo de Gherardo Ugolini) y, finalmente, Wilhelm von Humboldt (“el gimnasio humanístico y la Universidad de Berlín”) (también a cargo de Gherardo Ugolini).

Como podemos ver, el relato de este libro se deja llevar por los hitos que constituyen las figuras notables de la disciplina, no de una manera muy distinta a como suelen proceder los propios historiadores de la ciencia. En este sentido, José María López Piñero nos dice en su obra divulgativa titulada La ciencia en la historia hispánica que uno de los grandes obstáculos a la hora de historiar la ciencia en una comunidad dada es el mito romántico del “héroe” científico, de manera que si no existen “grandes figuras” en la ciencia dentro de un período dado consideramos que no merece la pena estudiar tal período. No obstante, esta manera de proceder es, por supuesto, la más recurrida, y es también la que nos permite conocer mejor, de una manera muy gráfica, los avatares de la historia de la investigación y el conocimiento, si bien nos puede hacer caer en el espejismo de que cuando no aparece un nombre notable ya no puede considerarse que en un lugar o momento dado haya habido conocimiento alguno. Se trata de un fenómeno que, al igual que en las historias de ficción, equipararía a los grandes sabios y científicos con los héroes, obviando que la historia del conocimiento no sólo requiere de primeras figuras (que, por supuesto, las requiere), sino de la llamada “masa crítica” que cree el contexto adecuado para el desarrollo de las investigaciones. En cualquier caso, el libro nos ofrece de una manera muy didáctica la etapa formativa de la moderna Filología Clásica a través de los cuatro nombres clave que ya hemos referido: Bentley, Heyne, Wolf y Humboldt. El criterio es válido si lo consideramos como una manera orientativa de comprender el proceso que lleva a la configuración de las Ciencias de la Antigüedad, pero no suficiente. En este sentido, hay algún estudioso anglosajón que reivindica la figura de Winckelmann no sólo para la configuración de la historia del arte antiguo, sino también para la de los propios estudios clásicos, como Katherine Harloe.

2. A partir del mismo criterio del “héroe” o “protagonista”, por utilizar en este segundo caso el término al que recurren los propios editores, la segunda parte de la obra se abre con un capítulo dedicado a Karl Lachmann (a cargo de Sotera Fornaro), al que sigue otro basado en la polémica planteada entre la “filología formal” de Gottfried Hermann frente a la “filología histórica” de August Boeckh (a cargo de Gherardo Ugolini). A este capítulo le sigue uno dedicado a Nietzsche (a cargo de Gherardo Ugolini), probablemente la figura más polémica de la Filología Clásica, en torno a la cual se agrupan otros personajes como Ritschl y Rohde, además, de, claro está, su antagonista Wilamowitz, que recibe toda la atención en el capítulo siguiente (a cargo de Gherardo Ugolini), con el que se cierra esta segunda parte dedicada en su integridad a la filología alemana del ochocientos.

En esta segunda parte es donde podemos observar con suma claridad cómo el planteamiento de esta obra incide en el carácter polémico de las corrientes y escuelas filológicas, a la manera que lo que son también las peleas de los especialistas en otras materias. Naturalmente, en este caso el carácter más polémico viene a representarlo el propio Nietzshe, que plantea, por decirlo de una manera gráfica, una “enmienda a la tolalidad” del entramado filológico, tal como se había configurado al calor del historicismo y el positivismo del siglo XIX.

3. La tercera y última parte de la obra está dedicada a la filología durante el siglo XX, donde la polémica tampoco deja de ser su principal elemento definitorio. Comienza con Werner Jaeger y el llamado “tercer humanismo” (a cargo de Gherardo Ugolini), para continuar después con un capítulo dedicado a Giorgio Pasquali (a cargo de Luciano Bossina), donde se plantean las no siempre pacíficas ni sencillas relaciones filológicas entre Alemania e Italia. Los tres siguientes capítulos, los finales, rompen con el criterio del protagonista para centrarse en tres aspectos diversos, definidores de la actual Filología Clásica: la papirología (a cargo de Pasquale Massimo Pinto), los estudios de Tradición y Recepción Clásica (a cargo de Andrea Rodighiero) y, finalmente, la filología tras la guerra mundial (a cargo de Diego Lanza).

La profundidad y brillantez con que se plantea cada uno de los capítulos nos brindan una lectura interesantísima y no exenta de momentos apasionados. Ejemplo de ello son las páginas dedicadas a Pasquali y todo el problema del “arte alusiva” (Menandro frente a Terencio), por ejemplo. En cualquier caso, el libro intenta mostrar una historia dinámica y polémica de la Filología Clásica, vinculada al mundo real donde se inscribe y, asimismo, a unos lugares de referencia, tales como Cambridge, Gotinga, Halle o Berlín. La bibliografía utilizada resulta, asimismo, muy útil y atinada, pues discurre desde las obras de referencia ineludibles hasta trabajos de investigación puntuales y utilísimos. De manera particular, nos ha parecido curioso que se dedique todo un capítulo a los fenómenos de recepción del mundo antiguo (“Rinarrare l’antico: parole e immagini”), dado que éstos inciden directamente en la formación de nuevos discursos narrativos que reconfiguran nuestra visión de la Antigüedad, alejándonos de esta forma de las visiones positivistas que ven en lo clásico algo inmutable. Creemos que, en este sentido, esta nueva historia de la Filología Clásica también supone un esfuerzo de comprender la realidad cambiante que supone este tipo de saber.

Se trata, en definitiva, de un libro excelente y estimulante que nos ha invitado a pensar acerca de cuáles deberían ser los fundamentos para trazar una moderna historia de la Filología Clásica. En este sentido, nos atrevemos a proponer los siguientes puntos de partida que, naturalmente, no agotan el posible elenco:

  1. A la hora de emprender un proyecto de estas características, estamos ya irremediablemente abocados a trazar un proyecto colectivo, como es el del propio libro que reseñamos. Es difícil que podamos encontrar ya un nuevo Sandys o un Pfeiffer, es decir, sabios capaces de abordar todos los campos del saber antiguo por sí mismos.
  2. La historia de la Filología Clásica debe partir de un conocimiento cabal y sistemático de su historiografía, entendida ésta cómo el estudio de sus académicos, instituciones y documentos. En este sentido, el estudio detenido de los documentos (pongamos por caso, el conjunto de los manuales de literatura clásica publicados en un período dado) no supone otra cosa que la fundamentación necesaria a la hora de trazar cualquier historia posible al respecto.
  3. Una moderna historia de la Filología Clásica debería partir de los criterios propios de una historia cultural, encaminada a escudriñar cuál ha sido el significado simbólico de nuestras disciplinas en el mundo moderno. Asimismo, no se puede hacer una historia de Filología Clásica aislada de la historia general y de la cultura.
  4. Asimismo, en la línea ya expuesta acerca de la elección de los grandes nombres para articular el relato histórico, si bien se trata de un criterio valioso, es necesario que no nos quedemos tan sólo en los indiscutibles “protagonistas”, sino que indaguemos en la presencia o no de “masas críticas”, por precarias que éstas puedan ser, en lugares periféricos de los ámbitos centrales de la actividad filológica. En este sentido, hace ya unos años que venimos estudiando la historiografía de la literatura clásica en España, desde los tiempos de Carlos III hasta la Guerra Civil española del 36, en un intento por recuperar todos los manuales y programas de curso publicados y de estudiar las transferencias de conocimiento que se produjeron desde las escuelas europeas, generalmente por medio de la lengua francesa. Tales estudios nos permiten comprender mejor cómo eran estos “eriales científicos y culturales”, apreciando, por ejemplo, la presencia de individualidades notables y, ante todo, la precariedad de las instituciones científicas y académicas.

El libro se completa, por lo demás, con un detallado índice de nombres propios modernos que permite hacer consultas puntuales. Celebramos, por tanto, la publicación de esta monografía y esperamos que no sea la única dedicada a la historia de la Filología Clásica a lo largo de este proceloso siglo XXI.

Diego Lanza – Gherardo Ugolini (eds.). Storia della filologia classica. Studi Superiori, 1041. Roma: Carocci editore. 2016, 408 pp., ISBN 978-88-430-8059-5.

Bibliografía

F. García Jurado, “El nacimiento de la Filología Clásica en España. La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid (1932-1936)”, EC 134, 2008, 77-104.

K. Harloe, Winckelmann and the invention of antiquity: aesthetics and history in the age of altertumswissenschaft, New York 2013.

W. Kroll, Historia de la Filología Clásica. Traducida y ampliada por Pascual Galindo Romeo. Catedrático de la Universidad de Zaragoza, Barcelona-Buenos Aires 1928.

J.Ma López Piñero, La ciencia en la historia hispánica, Barcelona 1982.

R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística. Versión española de Justo Vicuña y Ma Rosa Lafuente, Madrid, 1981.

R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica II. De 1300 a 1850. Versión española de Justo Vicuña y Ma Rosa Lafuente, Madrid 1981.

J. Swift, La batalla entre los libros antiguos y modernos. Edición de Antonio Bernat Vistarini. Traducción y notas de Cristóbal Serra. Palma 2012.

J.J. Winckelmann, Historia del Arte en la Antigüedad seguida de las Observaciones de la Arquitectura de los antiguos. Con un estudio crítico de J.W. Goethe. Introducción y traducción del alemán por Manuel Tamayo Benito, Madrid 1955.

F.A. Wolf, Esposizione della Scienza dell’Antichità secondo concetto, estensione, scopo e valore. A cura di Salvatore Cerasuolo, Nápoles 1999.

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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Una pintura antigua de Antonio Rafael Mengs: falsificación y vanidad

Dentro de la interminable historia de las falsificaciones, hay un episodio que me gusta particularmente. Me refiero a la supuesta pintura antigua que Antonio Rafael Mengs creó para hacerla pasar por verdadera antigüedad. Johann Joachim Winckelmann, cuya visión de lo antiguo estaba mediatizada por su propia visión ideal de las cosas, creyó estar ante la más bella pintura antigua de entre todas las conocidas (por aquel entonces) sin ser consciente del engaño. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO, DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

Jupiter Kissing Ganymede, fresco by Anton Raphael Mengs and Giacomo Casanova in 1758. An imitation of an ancient Roman fresco, it was created to fool archeologist and art historian Johann Joachim Winckelmann, who regarded it as an original.

Recordando sus días felices en Roma, Goethe nos cuenta en su Viaje a Italia cómo el pintor Antonio Rafael Mengs quiso hacer pasar una creación suya como si fuera una pintura antigua. Se trataba de la bella obra que lleva el título de “Júpiter besa a Ganímedes”:

                                                               18 de noviembre [de 1786]

Mas ahora debo ocuparme de un maravilloso y problemático cuadro que asimismo resulta agradable ver después de aquellos excelentes objetos.

Hace ya muchos años se instaló aquí (sc. en Roma) un francés, conocido por ser un coleccionista amante de las artes. Sin que se sepa cómo, entró en posesión de un cuadro “antiguo” sobre yeso, que mandó restaurar por Mengs y ocupa un lugar de honor en su colección. Winckelmann habla entusiasmado de este cuadro en algún pasaje de su obra. Representa a Ganímedes ofreciendo a Júpiter una copa de vino y recibiendo a cambio un beso. Al morir el francés lega la “antigüedad” a su hostelera, pero en su lecho de muerte Mengs asegura que no es antiguo, que lo ha pintado él. Y aquí es cuando se desencadenan las disputas. Unos pretenden que Mengs lo hizo de cualquier manera, como simple diversión; otros afirman que él jamás habría sido capaz de ejecutar una obra semejante, casi demasiado bella incluso para Rafael. Lo vi ayer y debo decir que yo tampoco conozco nada más bello que la figura de Ganímedes: la cabeza y la espalda, porque todo lo demás está muy restaurado. Desde entonces, el cuadro ha caído en descrédito y nadie quiere librar a la pobre mujer de su tesoro. (Goethe, 2001: 155-156)

Si algún viajero actual se hace acompañar de los textos de Goethe durante sus paseos por Roma, quedará sorprendido al encontrar esta pintura expuesta nada menos que en la Colección Barberini. Mengs quiso pintar una “antichità”, género buscado incesantemente por los ingenuos turistas que por aquel entonces ya se dejaban engañar bajo el bello sol de Italia. Pero acaso lo más significativo de este episodio sea que el historiador del arte clásico por antonomasia y uno de los fundadores del moderno estudio de la antigüedad (Harloe, 2013), Johann Joachim Winckelmann, declarara ingenuamente la creación de Mengs en 1760 como la más bella pintura antigua jamás encontrada. Así podemos verlo todavía si consultamos su imprescindible Historia del arte antiguo:

En septiembre del año 1760, cuando hacía ya mucho tiempo que no se descubrían en Roma y sus alrededores pinturas antiguas bien conservadas y había pocas esperanzas de hacer nuevos descubrimientos, apareció una pintura como nunca se había visto y que incluso hacía palidecer las pinturas de Herculano hasta entonteces conocidas. Representa a un Júpiter sentado y coronado de laurel (en Élide llevaba una corona de flores), en actitud de besar a Ganímedes, quien con la mano derecha le ofrece un cuenco adornado con relieves, mientras en la izquierda lleva un recipiente con el que servía ambrosía a los dioses. La pintura mide ocho palmos de alto y seis de ancho, y ambas figuras son de tamaño natural, Ganímedes con la estatura de un joven de dieciséis años. Éste se halla completamente desnudo, y Júpiter lo está hasta el vientre, donde aparece cubierto con una prenda blanca, y sus pies descansan sobre un escabel. El favorito de Júpiter es, sin duda, una de las figuras más bellas que han quedado de la Antigüedad, y para su rostro no encuentro nada comparable; aflora en él tal sensualidad, que toda su vida parece consistir en un beso.

Esta pintura la descubrió un extranjero que unos cuatro años antes había fijado su residencia en Roma: el caballero Diel de Marsilly, de Normandía, antiguo teniente de los granaderos de la Guardia Real de Francia. Quiso extraer secretamente el hallazgo de la pared donde se encontraba, pero como el secreto de su descubrimiento no le permitía serrarla para conservar con ella la pintura entera, optó por extraer a trozos el revestimiento de la pared, y así trasladó a Roma este raro tesoro en múltiples fragmentos. Por temor a que lo delataran y para evitar reclamaciones, recurrió a un albañil que trabajaba en su casa, al que pidió hacer un soporte de yeso del tamaño de la pintura sobre el que él mismo fue colocando los trozos.  (Winckelmann, 2011: 130)

A pesar de todas las explicaciones con que nos regala Winckelmann, lo cierto es que la historia se reducía básicamente a una impostura maquinada por el mismo Mengs. Sin embargo, como cuenta Goethe, el pintor fue incapaz, no sabemos si por remordimiento o mera vanidad, de llevarse su secreto a la tumba. Quedó así desvelada, motu proprio, una de las falsificaciones más sonadas y bellas que conocemos en torno a la antigüedad. Lo más curioso es que la historia del arte, disciplina creada precisamente para poder conocer con criterios cronológicos las obras antiguas y, al igual que en la filología, hacer posible el discernimiento de lo falso con respecto a lo auténtico, sirviera precisamente para legitimar una obra nueva como antigua y convertirla nada menos que en uno de los hitos del arte clásico. Hoy día la obra ya puede ser considerada como “antigüedad” y su propia falsedad ha creado una historia absolutamente verdadera, al integrarse dentro de este mismo relato historiográfico. FRANCISCO GARCÍA JURADO

Bibliografía citada:

Goethe, J.W. (2001): Viaje a Italia. Trad. de Manuel Scholz Rich, Barcelona, Ediciones B.

Harloe, K. (2013): Winckelmann and the Invention of Antiquity. History and Aesthetics in the Age of Altertumswissenschaft, Oxford, O.U.P.

Winckelmann, J.J. (2011): Historia del arte en la Antigüedad. Trad. de Joaquín Chamoro Miel, Madrid, Akal.

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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Un Ovidio neoyorquino desde García Lorca. Los poemas del exilio de Bernardo Clariana

Esta semana, tenemos el gusto de publicar la colaboración de CARLOS MARISCAL DE GANTE CENTENO, que pertenece a la línea de investigación “Literatura antigua y estéticas de la modernidad” (LAEM), desarrollada a uno y otro lado del Atlántico (UCM-UNAM). El poeta Bernardo Clariana ya fue tema de su Tesis de Fin de Grado, pero ha continuado desarrollando nuevos cauces en su investigación, como queda patente en la presente entrega, relativa a los poemas neoyorquinos.

Imagen de Manhattan tomada recientemente desde el Empire State Building (Carlos Mariscal de Gante).

Señala Theodore Ziolkowski (2005: 101) en su ya canónico Ovid and the moderns que Ovidio se convirtió desde muy pronto en un Ur-exiled, una suerte de exiliado arquetípico, cuyas obras y su propia biografía se han ido leyendo desde diferentes claves estéticas, filosóficas o ideológicas. El caso que nos ocupa es el de Bernardo Clariana (1912-1962), poeta y latinista del que hemos hablado ya con anterioridad en este blog. En esta entrada, nos interesa su segundo y último poemario Arco ciego, publicado en 1952, concretamente su tercera y última parte, escrita en la década de 1940, dado que las dos secciones anteriores recogen poemas ya publicados y escritos en los años 30. Concretamente,  nos interesa la lectura de los Tristia y del propio exilio ovidiano que Clariana compartía, dado que hubo de abandonar España a causa de su militancia republicana. El lector de Arco ciego, antes de la reproducción de los poemas, encuentra el siguiente verso: Vade, sed incultus, qualem decet exulis esse, referencia a Tris.1.1.3. Esta cita determina, en cuanto paratexto[1], todo lo contenido en dicho poemario: Clariana advierte al lector de que lo que ha dado a la imprenta es la obra de un exiliado, en la estela de Ovidio.

Avanzando en la lectura, uno encuentra el poema “Perry Street. Autobiografía”, donde, a partir de la referencia al spleen que lo ha invadido en su residencia en el bohemio barrio del Village, se declara “lector impenitente de los Santos Evangelios de Baudelaire y de Ovidio”[2]. La referencia a los Santos Evangelios está en la senda de lo que Lorca expresa en su “Canto hacia Roma”, una suerte de espiritualidad cristiana, crítica sin embargo con el Vaticano y, particularmente, con el Pacto de Letrán de entre el Vaticano y Benito Mussolini.

Esta mera mención, junto a la crítica total al modo de vida neoyorquino de estos poemas, nos pone en la pista de una lectura fundamental: Poeta en Nueva York de Federico García Lorca, que no vio la luz hasta 1940, primero en Nueva York en la edición bilingüe inglés-español de Rolfe y, meses después, en la Editorial Séneca, en la Ciudad de México. Un ejemplo de las resonancias lorquianas de estos poemas lo encontramos en “No me recuerdes aquí”:

Y la Coca-cola insiste en entontecer la vida de un níquel
Por más que la pistola de un film de Bogart
Ponga un poco de drama en la epidermis de los espectadores
Parece de día bajo las marquesinas
Del Times Square
Pero es mentira.
Ved entrar a la gente silenciosa en los cines
Como en iglesias que administran
Un poco de mentira
En vez de Eucaristía[3]

Además del horror que siente Clariana por la vida moderna de Nueva York, aparecen en sus versos los negros que bajan a trabajar desde Harlem, la ausencia de naturaleza en dicha ciudad, dominada por los rascacielos, o versos fruto de una reelaboración de los de Lorca, como sucede con “porque la vida no es barata, ni larga ni bella”, retomado del verso de la “Oda a Walt Whitman”, “la vida no es ni buena ni noble ni sagrada”, entre otros. Donde la lectura de Ovidio que hace Clariana se vuelve más intensa es en su composición “Primavera sin ti”. En primer lugar, encontramos otro paratexto: ver erat aeternum, tomado de Met.1.141, donde se canta la eternidad de la primavera, tiempo de disfrute, en la Edad de Oro. El poema de Clariana, por su parte, narra la desazón y la imposibilidad del disfrute de la primavera para el exiliado privado de su tierra:

He visto los furiosos titulares
Hablando de la muerte
Como todas las tardes en la boca del “Metro”,
Y he sentido vergüenza
De mi aro de niño.
¿Dónde va tu pamela este abril de tu ausencia?
Es muy difícil leer en Manhattan a Ovidio
Como solíamos hacer de novios en Valencia.
(…) Como ves es muy difícil que responda a tu brisa.
Como ves es muy difícil que busque en los desvanes
El aro de mi infancia.
Como ves es muy difícil que yo crea en la paz
O responda a tus cartas
Con mis alas cansadas[4].

Este motivo literario de la imposibilidad del exiliado de disfrutar de la primavera lo comparte Clariana con Tris.3.12. Más aún, dentro de los versos anteriores, sin duda emparentados con la Nueva York lorquiana, reformula un tópico tan concreto y específico que nos retrotrae al texto latino:

usus equi nunc est, leuibus nunc luditur armis,
nunc pila, nunc celeri uoluitur orbe trochus;
(…) O quantum et quotiens non est numerare, beatum,
non interdicta cui licet urbe frui![5]

El recuerdo del juego con el aro (trochus en el latín de Ovidio) en primavera da cuenta de una relación íntima con el texto de los Tristia, que viene a sumarse a los ya mencionados paratextos y menciones previas en otros poemas de la obra de Clariana. Lo que hemos encontrado, por tanto, es una lectura íntima de Ovidio, a partir de los presupuestos y motivos estéticos del Poeta en Nueva York de García Lorca, donde Ovidio es, de alguna forma, una figura tutelar de la obra (recordemos el paratexto inicial), que le da sentido en cuanto modernos Tristia de un exiliado que escribe siguiendo paradigmas estéticos diferentes: el gongorismo de sus poemas iniciales y el surrealismo lorquiano en estos que comentamos aquí. Asimismo, la presencia del juego con el aro, en apariencia intrascendente, da cuenta de una lectura íntima del texto latino, que no extraña en un latinista como era Clariana, y de un uso de la tradición que entraría dentro de lo que García Jurado (2015: 29)[6] ha calificado como “tradición no figurativa”, tomando dicho término de la pintura, que da cuenta de un uso de la tradición totalmente desdibujado que, en un primer momento, no se presenta como tal. CARLOS MARISCAL DE GANTE CENTENO

Bibliografía citada

Clariana, B. (2005), Poesía completa, Valencia, Instituciò Alfons el Magnànim.

García Jurado, F. (2015), “Tradición frente a Recepción clásica: Historia frente a Estética, autor frente a lector”, Nova Tellus 33.1, pp. 9-37.

— (2017), “La estética idealista de la tradición literaria: una lectura del ‘Soneto gongorino’ de García Lorca”, Literatura: teoría, historia, crítica 19 (1), pp. 11-37.

García Lorca, F. (2013), Poeta en Nueva York, Madrid, Galaxia Gutenberg.

Genette, J. (1989), Palimpsestos: la literatura en segundo grado, Madrid, Taurus.

González Vázquez, J. (1992), Tristes. Pónticas, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos.

Ziolkowski, T. (2005), Ovid and the moderns, Ithaca and London, Cornell University Press.

Notas

[1] Empleamos este término, naturalmente, en el sentido dado a éste por Genette (1989: 12) en su Palimpsestos: la literatura en segundo grado.

[2] Clariana (2005: 248).

[3] Clariana (2005: 251).

[4] Clariana (2005: 257-258).

[5] “Ahora se practica la equitación y se juega con armas ligeras; ahora se practica el juego de pelota y se rueda el aro describiendo veloces círculos. (…) ¡Oh cuatro veces feliz y cuantas no es posible contar, aquel a quien le está permitido goza de Roma, que no le está prohibida”, traducción de González Vázquez (1992: 237-238) de Trist.3.12.18-27.

[6] Un ejemplo, precisamente de esta “tradición no figurativa” de García Lorca y su “Soneto gongorino” lo encontramos en el trabajo de García Jurado, F. (2017).

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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García Márquez, o el discurso de la debilidad

Hoy dedicamos nuestro blog a reseñar el libro de Inmaculada López Calahorro, Gabriel García Márquez. El discurso de la debilidad. Cuatro lecturas desde el mundo clásico, Granada, Universidad de Granada, 2016

De una manera inusitada comienzo esta reseña contando lo que, acaso, tendría que ser planteado en su final. Considero que el libro que me dispongo a reseñar nos sitúa felizmente frente a dos preguntas fundamentales: (a) ¿por qué García Márquez es uno de los autores capitales de la literatura universal?, y (b) ¿por qué ciertos grandes temas literarios de la Antigüedad (Prometeo, la fundación de Roma, la “Catábasis” y Edipo) cobran tal importancia en sus obras? El libro de la profesora López Calahorro hace posible, gracias a una hermenéutica al tiempo sutil y vital, basada en las múltiples relaciones literarias entre autores antiguos y modernos, que tales preguntas equivalgan a su propia y recíproca respuesta: García Márquez es uno de los grandes escritores porque asume los temas fundamentales de la literatura, o bien García Márquez asume los grandes temas de la literatura porque es un escritor fundamental. Los grandes temas de la literatura, tales como el mito del “fracaso” de Prometeo, los mitos fundacionales, los descensos al infierno o nuestra enigmática y, al tiempo, trágica condición humana, constituyen los senderos por los que la autora del libro que reseñamos ha sabido guiarnos para (de)mostrarnos por qué García Márquez es un moderno clásico.

Así como Kundera nos habló de la “insoportable levedad del ser”, o, de forma similar a como Italo Calvino desarrolló modalidades sutiles en su visión de la literatura, tales como la de la levedad o la rapidez, López Calahorro desarrolla lo que ella llama “el discurso de la debilidad” a partir de cuatro lecturas sobre García Márquez. Tendríamos una “debilidad cosmogónica”, relacionada con el mito de Prometeo, una “debilidad histórica”, vinculada a la antigua Roma de Tito Livio y el remoto pueblo etrusco, una “debilidad épica”, que responde, ante todo, a las bajadas al infierno que nos narran Homero y Virgilio, y, finalmente, una “debilidad trágica”, relacionada con Esquilo y Sófocles, que nos llevan a la tragedia y el enigma. Todas ellas son debilidades porque nuestra condición humana es irremediablemente vulnerable. Fracasamos, somos olvidados, morimos y sentimos trágicamente el enigma que es el destino de nuestra pobre condición humana.

Pero, al mismo tiempo, se me antoja que tales lecturas o “debilidades” configuran en el libro de López Calahorro una curiosa figura geométrica representable como un cuadrado. En el ángulo superior izquierdo se encontraría la obra de García Márquez, con toda su riqueza y porosidad a la hora de asimilar la literatura precedente. En el lado superior derecho aparecerían los grandes autores modernos, tales como Alejo Carpentier y Albert Camus, Mujica Lainez, Borges o Kadaré. De esta forma, la línea superior del cuadrado representaría las relaciones que García Márquez mantiene con los grandes autores que configuran su tiempo (recurro a un sentido amplio de esta compleja expresión, pues “nuestro tiempo” no tiene unas fronteras definidas, pero sí una clara sensación de pertenencia o ausencia). En el ángulo inferior izquierdo encontramos a los grandes autores de la Antigüedad, como Esquilo y Platón, Tito Livio, Homero, Sófocles y de nuevo Esquilo. García Márquez se situaría, por tanto, ante una nueva relación, ahora vertical, con los autores antiguos, pero equidistante con la de los modernos, que se van a relacionar, a su vez, con los autores antiguos, gracias a los grandes temas literarios que podemos representar, finalmente, en el ángulo inferior derecho: Prometeo, Roma, la Catábasis, Edipo… De esta manera, cabría trazar cuatro grandes corrientes literarias profundas, como las de un inmenso océano, que desde García Márquez nos llevarían, por ejemplo, hasta el mito de Prometeo a través de Albert Camus o de Platón, o al mito de la antigua Roma desde Mujica Lainez o Tito Livio. Da igual el camino que sigamos, sea el de los autores antiguos o el de los modernos, pues el destino será inapelablemente el mismo.

De esta manera, quiero resaltar lo que considero el rasgo fundamental de este libro, que no es otro que una visión global y no lineal de la literatura, dotada de una naturaleza que un buen comparatista de la escuela de Harry Levin o de Claudio Guillén llamaría sistémica, o, en otras palabras, orgánica, ante todo vital. Frente a los planteamientos clásicos como “la tragedia griega EN García Márquez”, un libro como el presente viene a aportar una suerte de “teoría de la relatividad general” al campo del comparatismo y la tradición clásica concebidos como una mera búsqueda de fuentes, pues se parte de la certidumbre de que tanto el acervo de autores antiguos como modernos configura una suerte de asombrosa constelación donde la apropiación de los grandes temas de la Antigüedad, a partir de las lecturas ya hechas por los grandes autores, convierte al nuevo escritor en un gran escritor.

De esta forma, la asunción que García Márquez hace de aspectos de la antigua historiografía romana, de la épica o la tragedia griegas en sus obras no responde a una mera razón culturalista o erudita, sino que adquiere carácter estructural y dinámico, tanto que se convierte finalmente en algo propio e inconfundible del autor. El hecho, asimismo, de que tales temas contemplen dos tipos de intermediarios, antiguos y modernos, dota a tales relaciones de una suerte de carácter atemporal, tan propio de lo que es la propia naturaleza del tiempo de la literatura, donde las diacronías o la mera sucesión histórica no siempre explican correctamente los hechos literarios. Significativa es, a este respecto, la coincidencia que acerca la figura del hielo se encuentra en García Márquez y el escritor albanés Ismail Kadaré en torno a Esquilo. El valor de la casualidad en la literatura ya fue puesto de manifiesto por Ernst Robert Curtius en su inmortal obra dedicada a la tradición de la literatura latina en la Edad Media Europea. Las relaciones que la autora traza, en cualquier caso, resultan interesantes como muestra de que la literatura vive justamente de ellas, es decir, de un incesante diálogo o una inacabable polifonía, como hubiera querido verlo Bachtín.

Me ha parecido, asimismo, muy sugerente que la autora plantee estas cuatro lecturas desde una perspectiva necesariamente ambiciosa y omnicomprensiva, donde podemos apreciar cómo algunos de los antiguos temas tratados por García Márquez ya se habían convertido en una materia compartida por los grandes escritores de su tiempo. Metáforas de poder y soledad, empeños vanos, amor y violencia seculares encuentran su lugar en la inacabable literatura de García Márquez.

Puestos a echar algo en falta en este espléndido libro, me atrevo a señalar que es necesario ahondar entre las relaciones que pueden hallarse entre García Márquez y Julio Cortázar. Por ejemplo, en torno al mito de Teuth, o el inventor de las letras, que yo mismo me atreví a proponer como encarnación del gitano Melquíades cuando lleva las letras a Macondo, cabría seguir indagando, sin perder de vista la sombra alargada de Borges. Emir Rodríguez Monegal señaló hace años en un glorioso artículo titulado “Borges y Derrida, boticarios”, lo que este mito de Platón debe en lo que concierne a su difusión en la literatura hispanoamericana al ensayo que Derrida escribió acerca de él. Derrida, Borges, el propio Cortázar y García Márquez bien merecen un tratamiento específico en torno a un mito transcendental, el de la oralidad y la escritura como “remedio” del olvido, para comprender la armonía entre las palabras y las cosas. Finalmente, también echo en falta unas conclusiones que, bien sé, acaso resultan imposibles tras la lectura iluminadora de un libro tan rico en matices. Pero el esfuerzo de sintetizar lo ya dicho, aunque corriendo el riesgo de simplificar (como yo mismo hago en esta reseña, donde simplemente elijo algunos aspectos clave de este libro) resulta importante.

En cualquier caso, estamos ante un libro de amena pero exigente lectura, con una clara estructura geométrica que nos lleva a entender que la tradición literaria no es cosa del pasado, sino del futuro. Se me antoja pensar, anclado en la inmensa brevedad de mi existencia, cómo será la literatura del siglo XXV, si acaso sigue habiendo mundo y, sobre todo, lectores. De igual forma que hoy día García Márquez es un clásico que ha asumido a Platón y a Esquilo, aunque esto no importe a muchos de sus lectores, habrá un nuevo clásico por aquel entonces que habrá asumido y asimilado a García Márquez, y acaso tampoco esto importe a esos futuros lectores, simplemente fascinados por el hecho de vivir y de leer. FRANCISCO GARCÍA JURADO. DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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Ovidio desde la estética decadente del fascismo: D’Annunzio y Sánchez Mazas

En 1936, Rafael Sánchez Mazas, padre de Rafael Sánchez Ferlosio, comienza la redacción de su novela Rosa Krüger, “estando”, en palabras de su hija, Liliana Ferlosio, “refugiado en la embajada de Chile en Madrid, para distraerse y distraer a sus compañeros de cautiverio, que esperaban todas las noches con impaciencia la hora en que venía a leerles los capítulos que iba escribiendo como una novela por entregas”. La novela quedó inacabada y sin publicar, a pesar de su extraordinaria calidad literaria. En 1984, la editorial madrileña Trieste la publicó finalmente, gracias, entre otros, a Andrés Trapiello, buen conocedor de las especiales circunstancias de la novela[1]. En 1996, una editorial catalana, Ediciones del Bronce, volvió a publicarla (en adelante citaremos por esta edición). POR FRANCISCO GARCÍA JURADO, DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

Correggio, “Leda y el Cisne”. Gemäldegalerie. Berlín

Rafael Sánchez Mazas ha sido considerado en alguna ocasión como “un aristócrata de la literatura” (al decir de Joan Perucho), pues durante sus años de mayor gloria jamás mostró interés alguno por sacar a la luz la que es sin lugar a dudas su mejor novela. Se trata de una obra alegórica donde el protagonista, Teodoro, realiza un largo peregrinaje por Europa en busca de una mujer a la que ha visto tan sólo durante unos momentos en una estación de ferrocarril. A su vez, como si de una sucesión de grados de iniciación se tratara, tiene relación con otras dos mujeres: Coloma, su hermana, o “el pecado latente bajo las apariencias de virtud”, y Perséphone (sic), quien “bajo la invitación malsana al pecado (…), acababa por ser la renuncia al pecado y el arrepentimiento” (R.K., p. 234). La obra, una alegoría sobre el heroísmo del hombre de bien, es muy rica en fabulaciones, por lo general tomadas de Homero, y está imbuida de una profunda catalanidad del Val d’Arán. Dentro de una concepción tradicionalista que luego desarrollará, asimismo, en su novela titulada La vida nueva de Pedrito de Andía, la mitología clásica es considerada como substrato de la religión cristiana (R.K., pp. 86-87 y 89-90) y el estilo narrativo se nutre de diversos modelos literarios que van desde Homero, Dante, Petrarca, hasta autores como Goethe, D’Annunzio y Proust, sin olvidar la convención estetica de las novelas modernistas de Alberto Insúa, con su erotismo preciosista.

En el caso que ahora nos ocupa, resulta muy interesante la impronta decadentista, que podemos ilustrar mediante un motivo recurrente tanto en Sánchez Mazas como en su modelo más cercano, la novela El Placer (1889), del ya citado Gabrielle D’Annunzio (1863-1938), tan afín en su ideología política al propio Sánchez Mazas. De esta forma, en un pasaje repleto de lirismo, iconografía clásica y sensualidad, cuando la figura femenina de Coloma aparece transfigurada en una nueva Leda, Sánchez Mazas recurre, en su afán esteticista, a la evocación del texto ovidiano:

“Y estaba yo así con los ojos perdidos, en este gran remanso de hondura perfumada, líquida y verde, ido en mí el sentido, en el vértigo suave del mediodía, cuando vi allá en el fondo a Coloma con su toilette de espumas de ámbar pálido, medio dormida sobre una silla larga de la siesta a rayas azules y blancas, derribada hacia atrás la cabeza que era una cascada de tirabuzones, semicerrados los ojos en su cerco de sombra, abandonada toda ella como una Ariadna abandonada, transida de goce irreal, como una Teresa en deliquio, anegada en la sombra y en el sol, dejando caer en desmayo un brazo moreno, cuya mano arrastraba por el enlosado de la gran paja de Italia y las bridas de seda, y llevaba la otra mano inconsciente como la mano de una Venus dormida, se le veía descubierta de lado una pierna en el revuelto de volantes, un poco más abierto el escote por su derribada actitud y mi punto de vista alto que veía correr ya la línea desde la garganta modelada con una morbidez de alabastro a la sombra grave que partía la palpitación temblorosa de flores morenas de los pechos. Con ella parecían soñar los negros animales, los dos negros lebreles, que posaban sus cabezas más allá de la alta convexidad de los muslos sobre la línea de las ligas altas, probablemente de anchas gomas de terciopelo violeta, cerradas con rosas de seda, como las ligas de la española Emperatriz. En el tiempo de aquella metamorfosis de Ovidio que Girard solía leer algunas noches en la versión francesa, los dos lebreles, largos, negros y relucientes se hubieran tornado quizá en los dos negros cisnes de una nueva Leda vestida.” (Rosa Krüger, Barcelona, Cuadernos del Bronce, 1996, p.303)

Sanchez Mazas está recreando visualmente la fusión de dos iconografías mitológicas: la de Ariadna abandonada y la de Leda. Su impronta estética más cercana es la pictórica, seguramente inspirada por la “Leda y el cisne” de Correggio (reproducida al comienzo del blog) y la conocida escultura de “Ariadna dormida” que tenemos en el Museo del Prado:

“Ariadna dormida”. Escuela romana. Museo del Prado. Madrid

Sin embargo y, pese a las apariencias, la alusión Ovidiana de Sánchez Mazas no se remite, al menos directamente, a la tradición clásica (recordemos que Leda es citada por Ovidio de forma muy escueta: fecit olorinis Ledam recubare sub alis [Ov. Met. 6, 109]), sino a la moderna, concretamente, a una de las obras cumbre del decadentismo literario, como es la ya citada novela de D’Anmunzio:

“Todas las cosas circunstantes revelaban un especial esmero amoroso. El tronco de enebro ardía en la chimenea y la mesita de té estaba preparada, con tazas y salvillas de mayólica de Castel Durante ornadas con historias mitológicas de Luzio Dolci, antiguas formas de inimitable gracia, donde bajo las figuras estaban escritos en caracteres cursivos de barniz negro unos hexámetros de Ovidio (…). Entonces surgió en el espíritu del expectante un recuerdo. Precisamente ante aquella chimenea a Elena le había gustado remolonear, antes de vestirse, tras un rato de intimidad. Dominaba ella el arte de acumular mucha leña encima de los morillos. Cogía las tenazas pesadas con las dos manos y volvía un poco hacia atrás la cabeza para evitar las pavesas. Su cuerpo encima de la alfombra, en el acto un poco fatigoso, por el movimiento de los músculos y por el ondear de las sombras, parecía sonreír en todas sus articulaciones, en todos los pliegues, en todos los huecos, rociado de una palidez de ámbar que evocaba a la Dánae de Correggio. Y tenía en efecto las extremidades un poco correggiescas, las manos y los pies pequeños y flexibles, casi diríase arbóreos como en las estatuas de Dafne en el mismísimo principio de la metamorfosis fabulada.” (Gabrielle D’Annuzio, El placer. Trad.  y prólogo de Ángel Crespo, Barcelona, Ediciones B, 1990, pp. 48-49)

Se trata, pues, de un Ovidio ornamental, que sólo aparece en función de una impronta esteticista y predominantemente pictórica. Como vemos, D’Annunzio nos da la clave pictórica al citar de manera explicita la “Dánae” de Correggio:

Correggio, “Dánae”. Galería Borghese. Roma

En cualquier caso, la referencia que a Ovidio hace Sánchez Mazas no responde a una razón casual, sino que obedece a la convención creada por D’Annunzio. Constituiría un trabajo de investigación sencillamente maravilloso rastrear estos recursos ovidianos en la prosa y la poesía modernista. FRANCISCO GARCÍA JURADO

Notas

[1] La edición, muy cuidada, aún puede encontrarse en librerías de viejo. Hay en la anteportada una foto de Rafael Sánchez Mazas leyendo Rosa Krüger en la embajada de Chile durante el año de 1937.

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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Ovidio y los comienzos de la moderna poesía rusa: Pushkin

La casa de Pushkin, en Moscú

Una historia literaria es, fundamentalmente, un complejo relato con diversos héroes y episodios. Quienes se acercan a tales historias, antiguas y modernas, suelen elegir a alguno de estos héroes, a menudo identificándose con él. Ovidio y su melancólico destierro alimentó el imaginario de muchos autores posteriores, incluyendo a grandes poetas, como Pushkin, que se han convertido, a su vez, en héroes casi fundadores de sus respectivas literaturas nacionales. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO, DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

Todavía recuerdo, y muy vivamente, la primera noticia que tuve del poeta Ovidio en tierra Rusa, el año de 2006. Una joven guía había ido a buscarnos al aeropuerto de Moscú. En el trayecto, le conté cuál era mi profesión y mis estudios, y ella acudió pronto al recuerdo escolar del poema que Pushkin dedicó al horaciano “exegi monumentum aere perennius“. Pero no sólo era Horacio el poeta clásico que podemos encontrar en Puskin, también tenemos a Ovidio y, muy en especial su persona. Al día siguiente, recorrimos la calle Arbat, donde pudimos ver la casa moscovita del propio Pushkin bajo la sombra de los rascacielos estalinistas. Asimismo, habíamos acudido a Rusia para llegar, desde Moscú, en el Flecha Roja, a la ciudad de San Petersburgo. Quería saber dónde había vivido el poeta Ossip Mandelstam en la ciudad del Neva. Mi colega Jesús García Gabaldón me había hecho conocer su libro Tristia (poco más tarde llegué también a los Cuadernos de Voronec), y necesitaba comprender, en el mismo contexto vital de aquel poeta desterrado de comienzos del siglo XX, las razones por las que se había sentido un nuevo Ovidio:

Una vista general de la casa de Pushkin.

Naturalmente, entre los textos fundamentales que sustentan la poesía ovidiana de Mandelstam está, además del propio poeta latino, la propia impronta que Pushkin dejo en este poeta y que hizo posible que Ovidio se integrara en una moderna tradición poética.

Un ejemplo puntual de este tipo de fenómeno, a saber, la motivación moderna de una referencia clásica, nos la ofrece la enigmática referencia a Delia que hace Mandelstam en su poema “Tristia”, y que nos remite al texto de la tercera elegía del libro primero del poeta elegiaco Tibulo. El verso 20, «vuela ya, descalza, Delia», es casi el mismo que el siguiente verso latino: obvia nudato, Delia, curre pede (Tib. I 3 91). El estrecho paralelo del verso ruso y del latino se debe al conocimiento que el poeta tuvo de la elegía de Tibulo gracias a una traducción del poeta Constantín Batiushkov. Sine embargo, en su fundamental estudio sobre Ovidio y los modernos, Ziolkowski ha trazado una vía de interpretación más compleja, al afirmar que esta referencia a Delia pasaría de manera inmediata por Pushkin, no en vano traductor de los clásicos y autor de un importante poema titulado «A Ovidio».

Por tanto, esta circunstancia abre una doble referencia tanto a la tradición poética clásica como a la rusa. De la misma forma, el cuarto verso de la última estrofa (v. 28) también aludiría a Pushkin, concretamente a su Eugenio Onegin, mientras que el propio final del poema recuerda mucho a otro del mismo Mandelstam que lleva por título «Casandra». Casandra, la profetisa troyana condenada por Apolo a no ser creída en sus predicciones, es la figura en la que el poeta encarna a su amiga Anna Ajmátova.

El hecho de estar trabajando durante el año 2006 en las visiones sobre el poeta Ovidio que se reflejaban en tres autores modernos (el polaco-ruso Mandelstam, el chileno Gonzalo Rojas y el italiano Tabucchi) me llevó, a su vez, hasta el fundamental poema que el propio Pushkin había dedicado al poeta romano:

Ovidio, vivo al lado de las riberas plácidas
a las cuales tus dioses paternos desterrados
trajiste en otro tiempo y dejaste tus cenizas.
Tu desolado llanto celebró estos lugares
y de tu tierna lira la voz no ha enmudecido. 5
Están estos parajes de tu rumor repletos.
Tú en mi imaginación vivamente imprimiste
este oscuro desierto, cárcel para un poeta,
las brumas de los cielos y las perpetuas nieves
y la breve tibieza de los cálidos prados. (…) 10

Ovidio marcó en Pushkin la imagen de un poeta infeliz que añoraba Roma, la ciudad a la que jamás pudo volver. Sin embargo, no debe olvidarse que el poeta romano también fue feliz en otro tiempo:

¡Asómbrate, Nasón, de la suerte mudable!
Tú que el bélico esfuerzo, ya mozo, desdeñabas,
pues con rosas solías ceñir tu cabellera 25
y las horas sin cuitas pasar en la molicie (…)

En una actitud plenamente romántica, Pushkin señala la vanidad de las empresas del poeta y de su misma gloria:

(…) en vano tus poesías
coronarán las Gracias, en vano de memoria
la juventud las sabe. La gloria, ni los años
ni tristeza, ni quejas, ni tímidas canciones 35
conmoverán a Octavio; sumido en el olvido
pasarás la vejez. (…)

Pero Pushkin disiente de Ovidio en su percepción del paisaje, que el propio Pushkin describe mucho más apacible que aquel que había dibujado en sus elegías el romano. Finalmente, Pushkin pasa a hablar de su propia condición vital, de su circunstancia y de su fama, en clara identificación con Ovidio:

Ay, yo, cantor perdido entre la muchedumbre, 85
seré desconocido para los venideros
y víctima sombría, se extinguirá mi débil
genio, con la penosa vida y rumor efímero (…)”

(Alexandr Pushkin, “A Ovidio”, en Antología lírica. Traducción, estudio preliminar y notas de Eduardo Alonso Luengo. Epílogo de Roman Jakobson, Madrid, Hiperión, 1999, pp. 52-59).

En realidad, los grandes autores de la literatura se entralazan, borrando las fronteras cronológicas de los antiguos y los modernos.

Franisco García Jurado

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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El diálogo con Ovidio del poeta Gonzalo Rojas. Latín y surrealismo

La poesía del poeta chileno Gonzalo Rojas (1916-2011) es el feliz resultado de un original cruce de lenguajes poéticos donde cabe destacar el surrealismo de Bretón y la ascendencia del creacionismo de su compatriota Vicente Huidobro. No debemos olvidar tampoco la alargada sombra de otros grandes poetas como César Vallejo o el mismo Ezra Pound. Sin que esto suponga paradoja alguna, a ellos, los modernos vanguardistas, hay que unir un buen conocimiento directo de la obra de los poetas latinos, como Catulo y Ovidio, no en vanguardias en su momento. Asimismo, con Ovidio, Gonzalo Rojas comparte la experiencia autobiográfica del exilio. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO, de la Universidad Complutense

Tales presupuestos proporcionan al poeta chileno una original forma de fusión entre el horizonte de la literatura antigua y el horizonte literario moderno que llegan a su máxima expresión en su Diálogo con Ovidio, título de un libro y del poema que lo abre. Gonzalo Rojas se refiere al poeta Ovidio en segunda persona, sobre todo mediante vocativos. La fórmula recuerda a menudo la de la carta poética, género que han ensayado tanto el viejo poeta romano como el chileno.[1] Asimismo, el tratamiento en segunda persona se asemeja, si bien de lejos, a algunos poemas de autores del XIX y del XX dedicados a autores clásicos, como Pushkin cuando escribe sobre Ovidio o el argentino Arturo Capdevila cuando dedica a Aulo Gelio un poema que ha pasado, como en el caso del poeta ruso, a las antologías de su literatura nacional.[2] No obstante, esta referencia a Ovidio en segunda persona implica una proyección del poeta moderno en el antiguo, como atestigua, sin ir más lejos, la fusión de sus lenguajes (veremos cómo Rojas integra en su propio discurso poético palabras y expresiones ovidianas). La transformación de Ovidio en una segunda persona como proyección del propio Gonzalo Rojas puede tener que ver, ya lo indicábamos antes, con el «desdoblamiento del yo del personaje poemático en un “tú” al que el poeta se dirige», en palabras de Carlos Bousoño.[3] El poema de Rojas contiene la cita de los dos primeros versos de la consabida elegía tercera del libro primero de Tristia:[4]

            DIÁLOGO CON OVIDIO

 

Cum subit illius tristissima noctis imago

                                quae mihi supremum tempus in Urbe fuit…

 

Leo en romano viejo cada amanecer

a mi Ovidio intacto, ei mihi,

ay de mí palomas,

cuervas más bien, pájaras

aeronáuticas, ya entrado

el año del laúd del que no sé

pero sé aciago.

Ovidio, la asociación mental imprevista y la contradicción lógica, características de todo el poema, ya están presentes en la primera estrofa. Rojas abre la composición declarando su lectura del poeta al amanecer (costumbre que practica realmente, convertida ya en motivo dentro de su poesía), al que califica de “intacto”, frente a un mundo adulterado. La cita latina, que puede tener mucho de evocación escolar, nos sitúa en principio ante el poeta del exilio, algo que corroboran también las dos palabras latinas del segundo verso, “ei mihi”, pues pertenecen a la elegía primera que abre Tristia:

Parve (nec invideo) sine me, liber, ibis in urbem:

ei mihi, quod domino non licet ire tuo! (Ov. Tr. i 1 1-2)

 

«¡Sin mí, pequeño libro (y no por esto te desprecio), irás a la ciudad,

ay de mí, porque no le está permitido a tu dueño!»

Sin embargo, la primera asociación de ideas tras el lamento (“palomas”[5]) parece tener carácter de recuerdo erótico, y va a derivar hacia imágenes poéticas propias del surrealismo y el futurismo (“pájaras aeronáuticas”) e ideas vinculadas a la biografía íntima del autor, como el “año del laúd” (sabemos que este instrumento es el preferido del poeta). La contradicción (“no sé pero sé aciago”) irá articulando el poema (“se ve pero no se ve” vv. 19-20, “no es lo que es o lo que no es” vv. 26-27). A, continuación, a partir de una imagen poética reconocible en otro lugar de su obra (“mármol ardiente”[6]), se ordena escribir en el frío mármol el contradictorio epitafio de un poeta que no nació pero ardió (¿el Ovidio de Amores?):

                               Escriban,

limpio en el mármol: aquí yace

uno que no nació pero ardió

y ardió por los ardidos.

En la siguiente estrofa podremos leer el primero de los superlativos del poema (“remotísimo”), tan caros al poeta, y un audaz contrapunto entre lo estático del universo y el movimiento de una muchacha. A ello se unen apuntes autobiográficos del propio Gonzalo Rojas que relacionan su experiencia amorosa con el Ovidio que canta al amor, todo ello contado con brillantes audacias sintácticas:

Todo anda bien, el universo

anda bien, las estrellas

están pegadas a ese techo

remotísimo, mismo este árbol

parado ahí en sus raíces que esta casa

hueca de aire, misma la obsesión

de la muchacha flexible que me fue locura

a los dieciséis, la que aparentemente no se ve

pero se ve, morenía

y turquesa y piernas largas que va ahí

corriendo por esa playa vertiginosa donde no hay nadie

sino una muchacha velocísima encima de

la arena del ventarrón, corriendo.

Pero pronto regresa al poeta del destierro con la reiterada queja en latín, y la descripción de la caótica actualidad:

                Ei mihi: pero el horror

Ovidio mío no es lo que es o

lo que no es sino el desparramo

de la gente, los corrales

enloquecidos de los Metros fuera de madre de

Nínive a New York a la siga

de la usura como dijo Pound, el riquerío

contra el pobrerío del planeta, la dispersión

de los dioses, todo el uranio

de los bombarderos contra Júpiter, sin hablar

de la servidumbre del seso

a cuanta altanería, llámese

computación o parodia,

todo anda bien

en la Urbe, todo y todo.

Si bien se termina diciendo que en la “Urbe”, “todo anda bien”, en la estrofa siguiente se incurre deliberadamente en una nueva contradicción al negar la existencia de la propia “Urbe”. A continuación leemos una suerte de diálogo paralelo[7] con el cuerpo de Ovidio, en especial a su nariz, en claro juego con el apodo del poeta, Nasón:

                Pero no hay Urbe, hay

estrépito y semáforos hasta las galaxias, pero no

hay Urbe, falta

el placer de ser sin miedo al

pecado del psicoanálisis, el páramo

de los rascacielos es mísera opulencia, el mismo amor

que amaste pestilencia seca del rencor, y

ya en el orden del cuerpo ¿dónde está el cuerpo?,

la nariz que fuiste ¿dónde?, y tú sabes de nariz, ¿la oreja

de oír dónde?, ¿el ojo

de ver y de transver? (…)

El final del poema subraya la distancia entre Ovidio (“ahí”) y el autor (“aquí”) y se reitera la negación de la Urbe, así como de todo el imperio, sin más permanencia que la del río “Tibre”.[8] La alusión al “púer”, en perfecta pronunciación acorde con la prosodia latina, puede tener que ver con el final de la égloga cuarta de Virgilio (incipe, parve puer, risu cognoscere matrem…). El poema termina casi como comenzó, con la lectura al alba:

(…) No hay visiones

a lo Blake sino hoyo

negro, Publio

Ovidio, ¿me oyes, estás ahí en

la dimensión del otro exilio más allá del Ponto, en la imago

tristissima de aquella noche, o

simplemente no hay Urbe allá, mi romano, nunca

hubo Urbe ni

imperio con

todas las águilas? ¿Sólo el Tibre*

quedó? Aquí andamos

como podemos: hazte púer

otra vez para que nos entiendan el respiro

del ritmo. Ya no hablamos en portentoso como entonces

latín fragante sino en bárbaro-fonón. Piénsalo,

Te estoy leyendo al alba.”

 

*Léase Tibre, conforme dijo Quevedo para aludir al Tíber, o Tevere en italiano.

Destacan a lo largo del poema algunas alusiones explícitas a poetas modernos, como Quevedo (en nota, a propósito de “Tibre”), William Blake (acerca de lo visionario), o Pound, figura clave en la poética de Gonzalo Rojas, y a quien dedica, al menos, dos de sus poemas. Asimismo, se hace un recorrido sutil al menos por dos de las facetas de la obra ovidiana, la amorosa y la del exilio. Ya para terminar este comentario, es destacable la sutil ligazón de los ecos de sus lecturas latinas con los ecos de sus lecturas surrealistas. El uso deliberado de los superlativos (“remotísimo”, “velocísima”) está en perfecta sintonía con la cita explícita de la “imago tristissima” ovidiana, dado que en él se identifica el verso ovidiano con la poética del propio Rojas, que ha sido capaz, en otro lugar, de ligar incluso el latín de Catulo con la música de jazz («Leo en un mismo aire a mi Catulo y oigo a Louis Armstrong, lo reoigo / en la improvisación del cielo, vuelan los ángeles / en el latín augusto de Roma con las trompetas libérrimas, lentísimas (…)»). Este tipo de asociaciones imprevistas y estimulantes nos recuerda un curioso poema de Rafael Alberti que es recuerdo del repaso de la declinación latina (él la llama “conjugación”) en un colegio de jesuitas y, a la vez, fruto de su etapa surrealista:[9]

 NOMINATIVO:                  la nieve

GENITIVO:                         de la nieve

DATIVO:                             a o para la nieve

ACUSATIVO:                     a la nieve

VOCATIVO                         ¡oh la nieve!

ABLATIVO                         con la nieve

de la nieve

en la nieve

por la nieve

sin la nieve

sobre la nieve

tras la nieve

La luna tras la nieve

Y estos pronombres personales extraviados por el río

Y esta conjugación tristísima perdida entre los                                                                                                 [árboles

BUSTER KEATON

No hay límites, pues observamos cómo la estética moderna, en este caso el surrealismo y el cine mudo, encarnado en la referencia final al cómico Buster Keaton, se combinan sorprendentemente con la latinidad. La “conjugación tristísima” de Alberti puede corresponderse, de igual manera, con la «imago tristissima» ovidiana, tomada, precisamente, del mismo recuerdo escolar: la lectura del poema ovidiano.

De esta forma, se percibe cómo Gonzalo Rojas ensaya una suerte de imprecación a Ovidio que denomina diálogo, cercano a la carta, pero muy diferente de las llamadas en segunda persona, como puede encontrarse, por ejemplo, en el poema «A Ovidio», de Pushkin. La fusión de los versos latinos con las audacias poéticas de Rojas, reflejo, a su vez, de viejas vanguardias artísticas, convierte esta composición en una pieza de gran originalidad que trata de tender un puente entre la distancia del tiempo y del espacio. Francisco García Jurado

Notas

[1] A este respecto, puede consultarse el documentado trabajo de Cedomil Goil, Cartas poéticas de Gonzalo Rojas, «Estud. filol.» [online]. 2001, no.36 [citado 22 Septiembre 2006], pp. 21-34. Disponible en la dirección electrónica <http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0071-17132001003600002&lng=es&nrm=iso>. ISSN 0071-1713.

[2] El poema de Capdevila se abre, igual que en el caso de Pushkin, con un vocativo: «Aulo Gelio, feliz bajo Elio Adriano, / autor preclaro de Las noches áticas, / que en plácidos inviernos escribiste, / seguro de tu dicha y de tu fama.» (Arturo Capdevila, Obras escogidas, Madrid, Aguilar, 1958, pp. 109-111). Curiosamente, la calidad de composiciones antológicas que presentan tanto el poema «A Ovidio» de Pushkin como el «Aulo Gelio» de Capdevila ha abierto el conocimiento de ambos autores clásicos a los lectores modernos de las literaturas rusa y argentina. De igual manera pudo incidir Pushkin en el conocimiento que de Ovidio tenía Mandelstam como Capdevilla lo hizo con respecto a Gelio en autores como Bioy Casares, Borges o Julio Cortázar.

[3] Según el autor, este hallazgo se remonta a Baudelaire para el caso, al menos, de la poesía francesa.

[4] Todos los poemas que vamos a citar están sacados del libro de Gonzalo Rojas titulado Antología poética. Selección de Gonzalo Rojas y Fabienne Bradu. Presentación de Fabienne Bradu, Madrid, Fondo de Cultura Económica y Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares, 2004.

[5] Posiblemente una alusión erótica, como podemos ver de manera más explícita en el poema titulado «Enigma de la deseosa»: «Muchacha imperfecta busca hombre imperfecto / de 32, exige lectura / de Ovidio, ofrece: a) dos pechos de paloma, / b) toda su piel liviana / para los besos, c) mirada / verde pura para desafiar el infortunio / de las tormentas; / no va a las casas / ni tiene teléfono acepta / imantación por pensamiento. No es Venus; / tiene la voracidad de Venus.»

[6] En su poema titulado «Las hermosas»: «Eléctricas, desnudas en el mármol ardiente que pasa de la piel a los vestidos, (…)». Esta suerte de oxímoron entre lo frío y lo ardiente puede encontrarse, a su vez, en el poema de inspiración barroca titulado «Si ha de triunfar el fuego sobre la forma fría».

[7] Este tipo de diálogo con el propio cuerpo es también un asunto que puede encontrarse en otros poemas de Gonzalo Rojas, como en «El alumbrado»: «Acostumbraba el hombre hablar con su cuerpo, ojear / su ojo, orejear diamantino / su oreja, naricear / cartílago adentro el plazo de su / aire, y así ojeando orejeando la / no persona que anda en el crecimiento / de sus días últimos, acostumbra / callar.»

[8] Paradójica permanencia, frente a toda una tradición, iniciada por Heráclito, según la cual el río es símbolo de cambio.

[9] Rafael Alberti, Sobre los ángeles. Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Edición de C.Brian Morris, Madrid, Cátedra, 1996, p.180.

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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¿El latín,  lengua oficial de la Unión Europea?

Römisch-Germanisches Museum (Colonia)

Hoy tenemos el honor de publicar un texto de nuestro colega y amigo el profesor Antonio María Martín Rodríguez,  catedrático  de filología latina en la Universidad de las Palmas de Gran Canaria, quien hace unos días recibió por parte de un diario de las  islas el encargo de publicar un artículo acerca del la posibilidad de que el latín pudiera convertirse en lengua oficial de la Unión Europea. Debido al interés del trabajo como tal y a su excelente prosa, estimamos oportuno cursar la invitación al dr. Martín Rodríguez para que también publicara su texto, con leves modificaciones, en nuestro blog. Queremos expresar aquí nuestra gratitud por haber accedido a ello. 

¿El latín,  lengua oficial de la Unión Europea?

POR ANTONIO MARÍA MARTÍN RODRÍGUEZ

En las postrimerías del franquismo, un atolondrado y campechano ministro del Movimiento, deseando, sin duda, investir al Régimen con un aura de modernidad, acuñó una frase que creyó ingeniosa: “Menos Latín y más deporte”. Oponía con ello lo que, sin duda por su inveterada calificación de “lengua muerta”, consideraba un símbolo de la enseñanza inútil y trasnochada, a una actividad sana, saludable y moderna, con la que los acomplejados españoles podrían tal vez reivindicarse de algún modo compatible con la tradicional “furia española” y codearse al fin, orgullosos, con el resto del mundo. No en vano, aunque estaban aún muy lejos Induráin, la Roja, los hermanos Gasol, Rafa Nadal o Carolina Marín, el país había podido al menos celebrar a bombo y platillo su primer oro olímpico… aunque fuera en esquí alpino. Un ilustre latinista le respondió con gracia que alguna utilidad tenía el latín: gracias a él, los naturales de Cabra, como el propio ministro, podían llamarse egabrenses. Un latinista, por cierto, al que algunos atribuyen el texto del sorprendente vítor en loor del Caudillo en la Catedral Nueva de Salamanca, en que se le calificaba, ambiguamente, de Miles Gloriosus, que no es en la lengua de Roma “soldado glorioso”, sino “fanfarrón”. Si Franco hubiera sabido un poco más de latín… Claro que tampoco debían de andar muy sobrados sus detractores, vista la cantidad de pedradas que la inscripción ha recibido.

Lo cierto es que, si el ocurrente prohombre de aquel periodo aciago de nuestra historia pudiera, como dicen, levantar la cabeza, le sorprendería comprobar que el latín no solo no ha desaparecido de los planes de estudio, sino que, incluso, en virtud de la LOMCE (algo bueno tendría que tener), se ha convertido en materia obligatoria del Bachillerato de Humanidades. Y no menos sorprendente le resultaría el éxito editorial de una obrita sin pretensiones, escrita por el filólogo italiano Nicola Gardini, de título ciertamente provocador (Viva il latino, storie e bellezza di una lingua inutile), que, precisamente por la base léxica común que confiere el latín a las lenguas europeas, no requiere siquiera traducción, como señalara recientemente Ramón Amón en un artículo de opinión publicado en el más prestigioso de los diarios nacionales. Y su sorpresa llegaría al paroxismo de saber que, al albur de la anglofobia generada en Europa por el Brexit y la subida al solio imperial de un millonario prepotente y hostil, o al menos indiferente, a todo lo que no sean sus intereses de campanario, haya podido proponerse al latín como lengua oficial de la Unión Europea.

El amable lector pensará que es hablar por hablar, pero no estaría de más recordar que el latín fue ya durante muchos siglos en Europa lo que es ahora el inglés en el mundo: la lengua internacional de la cultura, de la diplomacia, del derecho y de la ciencia, y que todavía hoy un minúsculo pero influyente estado del Viejo Continente, la Ciudad del Vaticano, lo tiene como lengua oficial. Ello no es indicio, por supuesto, de que se trate de una lengua comúnmente hablada, pero sí de que en latín puede hablarse (o al menos, escribirse) sobre cualquiera de las cuestiones que afectan, preocupan o interesan al hombre de hoy, y a las encíclicas papales me remito; de modo que, parafraseando a Wittgenstein, bien podría decirse que “todo lo que es decible, puede decirse con latinidad”; esto es, en buen latín.

Ya solo por ello debería revisarse la calificación usual del latín como “lengua muerta”. Y no solo porque el latín, a diferencia de las lenguas realmente muertas, como el etrusco, sigue leyéndose y actuando como fuente de inspiración y de deleite para muchas personas cultas de nuestro tiempo, sino porque, aunque a pequeña escala, sigue utilizándose y recreándose para fines comunicativos y sobre todo porque, aunque resulte, a primera vista, extraño, lo cierto es que hablamos latín. Es cierto que decimos más bien que nuestra lengua proviene del latín, lo que implica que no es ya latín. Pero también lo es que los latino-hablantes nunca dejaron de utilizar la lengua que les habían enseñado sus padres, que se transmitió de generación en generación, sufriendo, a lo largo de la historia, profundos y violentos cambios, pero sin dejar nunca de hablarse, hasta llegar a nosotros. Lo que ocurre es que cuando hablamos de latín, lo hacemos en realidad de dos cosas distintas, o de dos caras distintas de una misma moneda; por una parte, de una prestigiosa lengua literaria que, por el peso y la influencia de los grandes autores, acabó convirtiéndose en una especie de código lingüístico intemporal, tendente a la fijación por el prestigio y la tendencia a la imitación de los grandes modelos; es lo que llamamos “latín clásico”, la modalidad de latín que seguimos estudiando en el curriculum académico; y, por otra, del latín cotidiano que se hablaba en el día a día, que evolucionaba y se transformaba en cada generación y de manera levemente distinta en cada provincia del Imperio, hasta que, al producirse el desplome de la cultura latina y la fragmentación del Imperio al final de la Antigüedad, la evolución fue ya tan distinta en cada uno de esos ámbitos que resultaba ya casi imposible la intercomunicación y se sentía que se trataba de lenguas independientes y distintas también del latín culto o literario que solo hablaban o escribían los letrados. Pero lo cierto es que algunas de las peculiaridades de nuestra lengua parecen ya prefiguradas todavía en la época en la que el latín era una sola lengua. Para nosotros, por ejemplo, escribir “b” o “v” es solo una convención gráfica, sin diferencia en la pronunciación; en el latín estándar, sin embargo, la “v” se pronunciaba como “u”, de modo que bibere (beber) y vivere (vivir) no eran ni homógrafos ni homófonos; sin embargo, los latino-parlantes de Hispania, según testimonia Estrabón, pronunciaban ya vivere como nosotros, haciendo sonar la “v” como “b”: por eso llamaban a los hispanos felices, “porque para ellos es lo mismo vivir que beber”; un indicio, además, de que el estereotipo del español juerguista tiene también raíces muy hondas. Del mismo modo, parece que a quienes hablaban el latín de Roma les sonaba el del sur de Hispania como pastoso o rudo. Así, cuando dice Cicerón que al gobernador Metelo le gustaba rodearse de poetas cordobeses “de habla pastosa”, es difícil no pensar en las larguísimas vocales abiertas y el ceceo de los cordobeses de hoy. No es, pues, solo, que, de vez en cuando, utilicemos expresiones que son todavía latinismos crudos (motu proprio, in extremis, in albis…), sino que, cuando hablamos, hablamos en realidad latín, no, claro está, el latín literario de Virgilio o Lucano, sino el último estadio de desarrollo (por el momento) del latín popular hispánico que empezó a individualizarse ya antes de nuestra era. Y tan latinismos son padre, madre, verde, correr… como ex aequo o de facto.

Naturalmente, cuando se propone el latín como lengua oficial de la Unión Europea no estamos hablando del latín popular que desembocó en las llamadas lenguas romances, pues buena parte de ellas (el francés, el español, el italiano, el portugués) ya lo son, sino del latín culto heredero del latín clásico, que durante siglos fue la lengua internacional de cultura en la que se entendían las personas cultivadas con independencia de su país de nacimiento y de la lengua vernácula que emplearan en su día a día. Pretender, por supuesto, que sea esta la lengua que se utilice en todos los actos oficiales, sería, quizás, poco práctico y nada realista; pero acordar al menos que los grandes documentos se redacten, además de en las lenguas instrumentales consagradas por el uso, en la lengua del Lacio sería un buen modo de rendir tributo a de dónde venimos y a lo que nos une. Y, en estos tiempos en que todo se mira con la lupa del control del gasto, costaría muy poco en relación con su valor simbólico y de justicia. POR ANTONIO MARÍA MARTÍN RODRÍGUEZ

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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Ovidio en San Petersburgo: Ossip Mandeltam

San Petersburgo

Todavía me recuerdo al anochecer recorriendo la isla de Vasilievsky, en San Petersburgo, para contemplar la Avenida Bolshoi. Aquellos eran los espacios donde el poeta Ossip Mandelstam había ido preconizando su propia tragedia, al calor del recuerdo del poeta Ovidio. Su libro Tristia, el de Mandelstam, constituye un impar ejemplo de inspiración ovidiana en las frías tierras del río Neva que hoy vamos a recordar. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE

Nacido en Varsovia, pero poeta, ante todo, de San Petersburgo, donde conoció lo mejor y lo peor de una época,[1] Mandelstam vio, como otros muchos autores modernos, que en el destierro de Ovidio estaba el paradigma de los exilios.[2] Particularmente, el poeta se identificó en un primer momento con Ovidio al ver el mar Negro y sentirse, como aquél, un «poeta frente al imperio».[3] La actitud ante un dictador (antes Augusto, luego Stalin) identifica claramente al poeta moderno con el clásico, de la misma forma que otros poetas contemporáneos a Mandelstam, como Lauro de Bosis en su tragedia Ícaro, también recurrieron a la literatura de la Antigüedad para denunciar el despotismo.[4] Mandelstam, identificado con el poeta latino, previó su propio exilio y articuló una reflexión acerca de lo que él llama la «ciencia de la despedida». En lo que no deja de ser un rasgo propio de otros poetas modernos, Mandelstam elegirá el mismo título latino que Ovidio para uno de sus libros más leídos, Tristia. El título sirve también para abrir este poema concreto, escrito en 1918:[5]

Estudié la ciencia de la despedida

en las calvas quejas de la noche.

Rumian los bueyes y la espera se alarga,

la última hora de las vigilias de la ciudad.

Sigo el rito de esta noche del gallo,

cuando, tras llevar una penosa carga,

los ojos llorosos miraron a lo lejos,

y lágrimas de mujer se mezclaron con el canto de las musas.

Si bien el lenguaje empleado por Mandelstam es de una gran originalidad, no por ello dejan de entreverse versos ovidianos, en especial de la elegía tercera del libro primero de Tristia, la que comienza con el verso cum subit illius tristissima noctis imago («cuando acude a mi memoria la imagen tristísima de aquella noche…»), poema imprescindible en cualquier antología escolar de la literatura latina.[6] En este sentido, el verso cuarto de Mandelstam («la última hora de las vigilias de la ciudad») está muy cercano al ovidiano quae mihi supremum tempus in Urbe fuit (Ov. Tr. i 3 2 «…que marcó el final de mi vida en Roma») o las «lagrimas de mujer» del verso 8 recuerdan las reiteradas referencias a las lágrimas en el poema de Ovidio, como labitur ex oculis nunc quoque gutta meis (Ov. Tr. i 3 4 «se derrama de mis ojos ahora también una lágrima») o uxor amans flentem flens acrius ipsa tenebat (Ov. Tr. i 3 17 «mi amante esposa, deshecha en lágrimas, me retenía al tiempo que yo también lloraba»).[7] No obstante, no podemos plantear estas remembranzas en términos de meros ecos encaminados únicamente a constatar la obviedad de que el poema ovidiano constituye una importante fuente de inspiración. No, el proceso es bastante más complejo, pues supone, entre otras cosas, una elaboración hermenéutica de recuperación de una vida ajena y pasada que ahora se va a mezclar con nuevas sensaciones y experiencias.[8] A continuación, el poema nos ofrece imágenes poéticas de gran belleza, como el canto del gallo y la llama sobre la Acrópolis, la aurora que significa una nueva vida o la actitud perezosa y cotidiana de un buey:

¿Quién puede saber al oír la palabra “despedida”

qué separación nos aguarda?

¿Qué nos anuncia el canto del gallo

cuando la llama arde en la Acrópolis?

Y en la aurora de una nueva vida,

cuando en el zaguán perezosamente rumia el buey,

¿por qué el gallo, heraldo de la vida nueva,

en la muralla de la ciudad agita sus alas?

Otros autores han intentado rastrear las correspondencias más o menos lejanas de cada una de estas imágenes con la obra de Ovidio, si bien entendemos que merece la pena no desvirtuarlas y que deben percibirse en sí mismas, como un todo. Desde ese punto de vista, Ovidio explora y dramatiza la tragedia de su última noche en Roma, mientras que Mandelstam confiere a esta noche una dimensión simbólica y trascendente que anuncia una vida nueva. Pese a la diferencia esencial, ambos poetas saben encontrar el contrapunto interno a su tensión en la quietud cotidiana de la noche. Ovidio lo expresa mediante el descanso de los hombres y los perros (iamque quiescebant voces hominumque canumque Ov. Tr. i 3 27 «y ya descansaban en silencio los hombres y los perros»), mientras que Mandelstam alude al lento rumiar del buey (v. 14). De hecho Mandelstam seguirá aludiendo en la estrofa siguiente tanto a la continuidad como a la repetición de las cosas:

Y yo amo el hilo de la costumbre:

se desliza la canoa, susurra el huso.

Mira, a nuestro encuentro, como pluma de cisne,

vuela ya, descalza, Delia.

¡Oh, mísera trama de nuestra vida,

donde es tan pobre el lenguaje de la alegría!

Todo pasó antes, todo se repetirá de nuevo.

Y sólo es dulce el instante del reconocimiento.

La puntual y enigmática referencia a Delia que hace Mandelstam nos remite al texto de otra elegía, igualmente la tercera del libro primero, pero esta vez del poeta elegiaco Tibulo. El verso 20, «vuela ya, descalza, Delia», es casi el mismo que el siguiente verso latino: obvia nudato, Delia, curre pede (Tib. i 3 91).[9] El estrecho paralelo del verso ruso y del latino se debe al conocimiento que el poeta tuvo de la elegía de Tibulo gracias a una traducción del poeta Constantín Batiushkov.[10] No obstante, Ziolkowski abre una vía de interpretación más compleja al afirmar que esta referencia a Delia pasaría de manera más inmediata por Pushkin,[11] no en vano traductor de los clásicos y autor de un importante poema titulado «A Ovidio».[12] Esta circunstancia abre una doble referencia tanto a la tradición poética clásica como a la rusa. De la misma forma, el cuarto verso de la última estrofa (v. 28) también aludiría a Pushkin, concretamente a su Eugenio Onegin, mientras que el propio final del poema recuerda mucho a otro del mismo Mandelstam que lleva por título «Casandra».

Casandra, la profetisa troyana condenada por Apolo a no ser creída en sus predicciones, es la figura en la que el poeta encarna a su amiga Anna Ajmátova.

Que así sea: una figura transparente

yace inmaculada en el plato,

como la piel tersa de una ardilla.

Una muchacha, inclinada hacia la cera, la contempla.

No nos toca adivinar la suerte del Erebo.

Para las mujeres es cera lo que para los hombres es cobre.

A nosotros sólo en las batallas nos habla el destino,

y a ellas, les es dado morir leyendo el futuro.

En definitiva, con su poema Tristia, Mandelstam mira a Ovidio desde una poética propia, vinculada estrechamente con un lenguaje innovador, a menudo críptico, que recuerda a poetas como Pound y Eliot. No nos parece, pues, que Mandelstam sea ajeno a la manifestación explícita de un modo de escribir poesía, el monólogo dramático, al que dio forma primigenia el poeta Robert Browning. Pintores o poetas antiguos son elegidos como máscara poética por un creador moderno para dramatizar con ella una intensa vivencia personal. Cabría reflexionar también acerca de la propia modernidad de este procedimiento poético, cuya relación con la literatura clásica,[13] si bien problemática, es una posibilidad que termina cristalizando explícitamente en la propia poesía moderna de Pound, cuando elige voces como la de Safo o el poeta romano Propercio para sus máscaras. Respecto al poema de Mandelstam, deben apuntarse algunos elementos que pueden sugerir esta lectura en términos de monólogo dramático. Entre otras, el desarrollo de un soliloquio que convierte al lector en interlocutor, el poderoso componente metaliterario del poema, la propia traducción libre de textos preexistentes, o incluso, si bien lejanamente, el recurso a algunas acotaciones escénicas que encauzan las reflexiones para situarlas en un espacio e impedir, de esta forma, que resulten una mera elucubración. Al margen de sus diferencias, es importante hacer notar que Mandelstam comparte con poetas como Pound o Eliot la misma multiplicidad de voces.[14]

Tristia sólo supone el comienzo de esta identificación con el poeta romano. La primera parte de los Cuadernos de Voronezh, escritos ya como experiencia del exilio real, en la década de los años treinta, son el resultado de una suerte de vivencia equivalente a la obra del exilio ovidiana, si bien desde unas claves poéticas propias. En todo caso, no es esperable una imitación por parte de Mandelstam, sino una expresión de su experiencia vertida a un lenguaje moderno donde se implican otras voces de la historia literaria, como la de Dante, Gógol o Pushkin, sin que falte, a veces puntualmente, la del propio Ovidio:

Privándome del mar, del vuelo y del correr,

y dando al pie el apoyo de una tierra herida,

¿qué habéis logrado? Excelente cálculo:

no podréis arrancar mis labios trémulos.

Mayo de 1935[15]

Los versos del poeta latino, muy cercanos, son éstos:

en ego, cum caream patria vobisque domoque,

raptaque sint, adimi quae potuere mihi,

ingenio tamen ipse meo comitorque fruorque;

Caesar in hoc potuit iuris habere nihil.  (Ov. Tr. iii 7  45-48)

 

«heme aquí, aunque privado de mi patria, de vosotros y de mi casa,

y aunque se me ha arrebatado todo cuanto quitarme se pudo,

sigo acompañado, sin embargo, de mi ingenio y de él disfruto;

ningún derecho pudo el César tener sobre él.»

Este breve poema de Mandelstam, según expone García Gabaldón,[16] constituye una doble alusión tanto a los Tristia de Ovidio como a los del propio Mandelstam. La primera persona del poema ha fundido magistralmente las dos voces poéticas: la máscara del poeta latino, pero también la propia máscara que el poeta ruso ha creado a partir de sí mismo. Mandelstam ha logrado el encuentro complejo de su poesía con la figura y el texto de Ovidio y ha creado su propia tradición poética moderna, paradójicamente, a partir de Ovidio. FRANCISCO GARCÍA JURADO

Notas al texto

[1] Lo mejor, sin lugar a dudas, fue el esplendor cultural petersburgués de comienzos del siglo XX, y concretamente la conformación del grupo acmeísta, con nombres como Nikolai Gumiliov o Anna Ajmátova, clasicistas a su manera y conscientes de la historia literaria que les precedía. Lo peor, las nuevas circunstancias históricas que les sobrevinieron a partir de 1917, donde los mundos personales de estos poetas no tenían cabida. A pesar de todo, aún puede intuirse la atmósfera poética de aquel tiempo en algunas calles y casas petersburguesas.

[2] Decía Claudio Guillén al respecto que «Ovidio ha sido el paradigma de la respuesta del escritor ante el destierro y quien convierte el exilio en tema literario. También esta modalidad ovidiana se relaciona con el tratamiento del tema en la antigua literatura china, en la que el exilio es visto como peregrinación y búsqueda de un camino de regreso.» (Claudio Guillén, Introducción a la literatura comparada, «Boletín informativo. Fundación Juan March», XCI Marzo de 1980, p. 29). Por lo demás, Claudio Guillén separa claramente dos formas bien distintas de la vivencia del exilio: una “literatura del exilio”, en la que el autor habla de su experiencia en ese exilio, y una “literatura de contra-exilio”, en la que el escritor se aísla de las nuevas condiciones que le ha tocado vivir. Ovidio sería el perfecto ejemplo de esta segunda actitud (Claudio Guillén, El sol de los desterrados: literatura y exilio, Barcelona, Quaderns Crema, 1995, p. 31).

[3] Así lo ve uno de sus más autorizados estudiosos, el también poeta Joseph Brodsky: «Hacia los años veinte, los temas romanos van substituyendo las referencias griegas y bíblicas, en gran medida como resultado de la creciente identificación del poeta con el predicamento arquetípico de “un poeta contra el imperio”» (Joseph Brodsky, Prólogo a Osip Mandelstam, Tristia y otros poemas. Prólogo de Joseph Brodsky. Traducción, notas y epílogo de Jesús García Gabaldón, Tarragona, Igitur, 2000, p. 14). Véase también lo que dice Ziolkowski  (op. cit, p. 69) a propósito de su libro Piedra.

[4] Editada en italiano con versión inglesa por la Universidad de Oxford y publicada en Nueva York en 1933, con un prefacio de Gilbert Murray.

[5] Osip Mandelstam, op. cit., pp. 71-73. Mi compañero Jesús García Gabaldón, de la Universidad Complutense, me dio a conocer al poeta y es quien, al margen de otras traducciones, debe considerarse como el decisivo introductor de Mandelstam en la lengua castellana.

[6] Sólo por enumerar algunos autores que aluden a este verso, podemos citar a Goethe al final de su Viaje a Italia o Ramón Pérez de Ayala, en su novela A.M.D.G..

[7] Christoph Ransmayr también se inspira en estos mismos versos al hablar del último día de Nasón en Roma: «Escamas de ceniza caían por las ventanas abiertas, y en el pasillo de la casa, sentada entre bultos de equipaje y la muestra de luz que el sol del atardecer dejaba en el suelo de mármol, lloraba una mujer. Era el último día de Nasón en Roma.» (Christoph Ransmayr, El último mundo. Novela, con un repertorio ovidiano. Traducción del alemán por Pilar Giralt Gorina, Barcelona, Seix Barral, 1988, p. 14).

[8] Este proceso hermenéutico, explicable desde los presupuestos de Dilthey para la comprensión descriptiva de vidas pasadas, explicaría también, por ejemplo, el acercamiento que el autor austriaco Hermann Broch hace de la propia muerte de Virgilio en su conocida novela.

[9] En traducción de Juan Luis Arcaz: «sal a mi encuentro, Delia, con pie desnudo».

[10] Como señala García Gabaldón en su edición de Mandelstam (op. cit., p. 168 y C. Cavanagh, Osip Mandelstam & the Modernist Creation of Tradition, Princeton, Princeton University Press, 2001, p. 24).

[11] «The image of spinning that governs the third strophe exemplifies the theme of Nietzchean eternal recurrence and also, by allusion, introduces Pushkin, the author of early poems to Delia» (Ziolkowski, Ovid and the moderns, Ithaca and London, Cornell University Press, 2004, p. 71).

[12] El poema, escrito en 1821, ha merecido un detenido estudio por parte de M. von Albrecht (Der verbannte Ovid und die Einsamkeit des Dichters im frühen XIX. Jahrhundert. Zum Selbstveständnis Franz Grillparzers und Aleksandr Puskins, «Arcadia» VI 1971, pp. 16-43, luego recogido en su libro Rom: Spiegel Europas. Texte und Temen, Tübingen, Stauffenberg, 19982, pp. 433-469). De manera muy diferente a lo que luego hará Mandelstam, Pushkin se refiere a Ovidio en segunda persona, en abierta contraposición al “yo” de quien escribe: «Ovidio, vivo al lado de las riberas plácidas / a las cuales tus dioses paternos desterrados / trajiste en otro tiempo y dejaste tus cenizas (…) / Yo, eslavo riguroso, lágrimas no he vertido / aunque bien las comprendo (..)» (Alexandr Pushkin, Antología lírica. Traducción, estudio preliminar y notas de Eduardo Alonso Luengo. Epílogo de Roman Jakobson, Madrid, Hiperión, 1999, p. 53).

[13] Jaime Siles, uno de los mejores poetas españoles y profesor de la Universidad de Valencia, se muestra absolutamente a favor de los orígenes grecolatinos de la fórmula poética que luego desarrolla conscientemente Browning: «Los estudiosos de la literatura más o menos moderna no acaban de entender ni la gramática ni la poética de Browning, porque ignoran la gran tradición clásica de los recursos empleados por él. Langbaum se acercó bastante, pero no todo lo suficiente. Y eso que él podía haberlo hecho porque en septiembre de 1956, había publicado en el Journal of Esthetics and Art Criticism un artículo significativamente titulado “Aristotle and Modern literature”, que todavía sigue siendo citado por Umberto Eco. Langbaum podía haber visto en el monólogo dramático de Browning un desarrollo lírico perfecto de lo que Aristóteles entendía por mimesis y nosotros traducimos por ficción. Ezra Pound y Yeats y Pessoa y Borges lo entendieron muchísimo mejor y se lo apropiaron como logro, cuando el recurso técnico ya estaba en el carmen VIII de Catulo, en la poesía ecfrástica de Ovidio y, antes, en Calímaco y, sobre todo, en la composición anular de la lírica griega arcaica que la tragedia heredará. Browning hizo una discutida traducción del Agamenón de Esquilo, en cuyos primeros 39 versos puede verse el patrón que para su modelo dramático siguió.» (Jaime Siles, Idea, sensación, alma y sentido. Reseña a Robert Browning, La ciencia y el límite. Introducción, traducción y notas de Carlos Jiménez Arribas, Barcelona, DVD, 2005, «ABCD» 23, diciembre de 2005). Sin embargo, el profesor Roland G. Mayer, del King’s College de Londres, ofrece sólidos argumentos que cuestionan el uso al menos consciente y formalizado de este procedimiento poético en la Antigüedad: «My evidence, which spanned many centuries, suggested that the ancient notion of the literary persona was fundamentally different from ours.» (R.G. Mayer, Persona[l] Problems. The Literary Persona in Antiquity Revisited, «M.D.», L 2003, pp. 55-80).

[14] Clare Cavanagh, Osip Mandelstam & the Modernist Creation of Tradition, Princeton, Princeton University Press, 2001, pp. 22-23.

[15] Osip Mandelstam, Cuadernos de Voronezh. Prólogo de Anna Ajmátova. Traducción y epílogo de Jesús García Gabaldón, Tarragona, Igitur, 1999, p. 40.

[16] Epílogo a los ya citados Cuadernos de Voronezh (p. 177).

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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¿Requiere el estudio de la tradición clásica de una metodología?

Durante la defensa de una tesis doctoral dirigida por mí, un miembro del tribunal se mostró sorprendido al ver que en dicha tesis figuraba un apartado dedicado a la “metodología de trabajo”. Afirmó, sin más, que “la metodología se iba haciendo”, es decir, que no era necesario referirse a ella de manera explícita. Probablemente, tras estas palabras se escondía (y esconde) un curioso mito que todavía es posible ver en muchos trabajos del área de las humanidades: la supuesta vanidad de referirse al método de trabajo que se ha seguido, en la idea de que los métodos son pasajeros frente a los datos. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

Hoy vamos a llevar a cabo en nuestro blog una incierta tentativa, la de poner de manifiesto la borrosa idea que acerca de la metodología tienen muchos colegas en ciertas áreas humanísticas del saber (obviamente, no en todas, pero muy especialmente en las de carácter literario). El hecho de que quien escribe estas líneas provenga de una disciplina lingüística (la lexicología o semántica léxica), me ha hecho ver desde un principio la necesidad de adscribirme a una metodología de trabajo (estructural, funcional…) de manera consciente. Esto es, asimismo, lo que intento transmitir a mis alumnos cuando llevan a cabo bajo mi dirección sus tesis de grado, de máster o de doctorado. Siempre insisto en la necesidad de que establezcan analíticamente, dentro de la parte introductoria de su trabajo, cuál es su objeto de estudio (“qué van a estudiar”), su método de trabajo (“cómo van a analizar su objeto de estudio”) y su propósito (“para qué van a llevar a cabo esa labor”). La sorpresa llega cuando, en ciertos tribunales, alguno de los miembros declara la no-necesidad de tales apartados, por resultarle obvios. Ciertamente, me espantan estos comentarios, sobre todo viniendo de personas que también dirigen trabajos de investigación.  De hecho, si echáis un vistazo a una parte considerable de las monografías (libros y artículos) que se publican en torno a disciplinas como la tradición clásica veréis que en muchos brilla por su ausencia cualquier referencia a la metodología empleada. Es posible que a lo mejor sea yo quien no tiene razón, pero también he aprendido que hay que buscar las causas de los hechos, y que esa actitud digamos “ametodológica” responde a algunos mitos muy bien arraigados en el imaginario académico de algunas personas. Intentaré habar sobre ellos de manera sucinta. El primero de ellos (a) podria formularse en términos de que los datos son previos e independientes con respecto a las teorías, de manera que cuando tales datos se convierten, como por arte de magia, en (b) objeto de estudio, tal objeto de estudio también se constituye en algo independiente de los métodos. Veamos con más calma cada uno de ellos:

a) ¿Los datos son previos a las teorías? Un profesor mío de la Universidad Autónoma de Madrid no se cansaba de decirnos que los datos que nos proporcionaba en su asignatura eran “inalterables”, mientras que las teorías para su estudio podían cambiar. Quizá no se diera cuenta este profesor de que las teorías eran, precisamente, las que permitían organizar los datos de tal o cual manera y, es más, que la disciplina que él enseñaba era la que, con su bagaje teórico, había hecho posible que tales datos se sistematizaran y vieran la luz. La relación entre los datos y las teorías no deja de ser recíproca. En realidad, estamos hablando de los presupuestos inductivos y deductivos de la investigación, de manera que el peso de la teoría sobre el análisis de los datos o la fuerza que muestran los datos a la hora de constituir una teoría no dejan de ser cuestiones de grado. Hay a veces teorías extremas que parecen vivir al margen de los datos, en otros casos opuestos, parece que los datos no dejan ver el bosque. En cualquier caso, sin una teorización adecuada, los datos constituyen una simple amalgama.

b) ¿El objeto de estudio es previo al método? El historiador José Antonio Maravall nos dice en una de sus más interesantes monografías que, frente a lo que algunos podrían suponer, el objeto de estudio raramente constituye un hecho previo al método que lo configura, dado que, más bien, son los métodos los que dan forma a tales objetos de estudio (J.A. Maravall, Teoría del saber histórico, Madrid, 1967, pp. 116-117). Si nos fijamos en el caso de la tradición clásica, el objeto de estudio podría parecer doble, dado que tenemos los textos antiguos, por un lado, y los modernos, por el otro. No obstante, el objeto propio de la tradición clásica lo constituye, precisamente, la relación entre ambos aspectos. Por tanto, es la propia disciplina la que genera su ámbito específico de estudio al conectar ambas entidades. Para ello, necesariamente, debe existir un soporte teórico que no convierta esta relación en meramente intuitiva, sino que la justifique. El positivismo desarrolló lo que conocemos como el modelo “A en B” (Horacio en España, p.e.), pero no es el único modelo posible. Las nuevas teorías intertextuales (“A y B”), basadas en las relaciones textuales como configuradoras de significado, han logrado que demos un gran paso adelante en este tipo de trabajos.

Pongamos un caso significativo que a mí me resulta especialmente grato: la relación inacabable entre Virgilio y Borges. Buscar intuitivamente versos de Virgilio en la obra de Borges (modelo “A en B”) ya no constituye más que un trabajo previo. El sentido realmente profundo de esta relación reside en la relectura y transformación que Borges hace de ciertas expresiones de Virgilio (como lentus in umbra) para convertirlas en plenamente borgianas (modelo “A y B”).

Las ciencias sociales, tan diferentes por razones diversas, a las llamadas “ciencias del espíritu” o “ciencias humanas”, se caracterizaron desde su moderno nacimiento por el uso consciente de métodos de trabajo, generalmente empíricos. Las ciencias humanas comparten a veces métodos con tales ciencias, pero también presentan sus metodologías específicas. En cualquier caso, considero necesaria esa conciencia metodológica, si realmente queremos avanzar en nuestra disciplina. FRANCISCO GARCÍA JURADO

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

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El mundo clásico desde el absolutismo ilustrado: el Salustio de Ibarra

Regresamos hoy a uno de estos temas que nos apasionan: la bibliografía de libros sobre temas clásicos en la España del siglo XVIII. Junto con el Vitruvio de Ortiz y Sanz y el Cicerón de Azara, el Salustio del Infante don Gabriel ocupa un lugar preeminente en esta trilogía de obras que, no lo olvidemos, son el exponente del absolutismo ilustrado y la estética clasicista. Algo en ellas transciende, sin embargo, más allá de su tiempo y circunstancia. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
La conjuracion de Catilina y la Guerra de Iugurta por Cayo Salustio Crispo, impreso en Madrid por Joachin Ibarra, Impresor de Camara del Rei Nuestro Señor, en 1772, es una traducción atribuida al Infante D. Gabriel Antonio de Borbón y revisada por Francisco Pérez Bayer, su preceptor. Considerado con toda razón como el mejor libro impreso en la España del siglo XVIII, esta traducción de las dos obras que se han conservado completas del historiador latino Salustio, La conjuración de Catilina y la Guerra de Yugurta, responde a lo que podemos considerar como una obra llevada a cabo en equipo con un consciente fin político y propagandístico. El libro, de hecho, representa las nuevas ideas sobre la enseñanza auspiciadas por Gregorio Mayans tras la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles en 1767. De esta forma, el infante aparece como beneficiario ejemplar de los nuevos principios educativos, en particular los relativos a la enseñanza del latín, que el propio Mayans había plasmado en obras como su Idea de la gramática de la lengua latina (1767). Así las cosas, este Salustio responde a la cuidadosa creación de un personaje, el de un infante humanista que encarna lo mejor de la educación y la Ilustración carolina.
Ya en el prólogo, sin firma alguna, don Gabriel escribe en primera persona acerca de sus intenciones de reforma del buen gusto literario en España para luego referirse, también de manera implícita, a su preceptor, el polígrafo Francisco Pérez Bayer, que escribió para él un tratado sobre las letras fenicias, incluido a manera de apéndice dentro de la misma obra.
El deslinde entre el personaje del infante y el de la persona de carne y hueso es cuestión compleja, pues, al menos, tres personas intervinieron directamente en esta empresa editorial: además del propio infante don Gabriel como traductor, está su preceptor, Pérez Bayer, en calidad de supervisor del texto y autor del estudio ya referido, y el impresor Joaquín Ibarra, artífice de la magnífica edición que es gloria de la imprenta española. No en vano, los mejores artistas españoles de la época trabajaban para sus proyectos editoriales e intervinieron en la creación de las láminas y cabeceras del Salustio, especialmente Antonio Carnicero, Manuel Monfort y Asensi, Juan de la Cruz o Mariano Salvador Maella; no menos notables fueron los cuatro grabadores que dieron a la luz las estampaciones: Salvador Carmona, José Joaquín Fabregat, José Asensio y Joaquín Ballester.
Acorde con la calidad de las ilustraciones, cada página de esta obra supone un pequeño prodigio tipográfico, con el texto castellano en cursiva y, debajo de él, el texto latino a dos columnas y en letra redonda. El tercer elemento lo constituyen las notas eruditas, igualmente importantes para comprobar la excepcional erudición manejada.
Así pues, esta labor conjunta supuso una ingente inversión económica, como puede comprobarse en los numerosos pagos registrados, y convirtió el libro en una verdadera obra de arte difundida entre las personas más notables de Europa y hasta de América, pues llegó a las mismas manos de Benjamin Franklin.
Que la obra tipográfica más importante y bella de aquel siglo esté dedicada a un historiador latino no es un hecho casual. Precisamente, la restauración del buen gusto literario se hace con un doble punto de referencia: los clásicos grecolatinos y los mejores autores españoles del siglo XVI, que también son traductores de los primeros, como es el caso de Fray Luis de León, traductor de Horacio y Virgilio. De esta forma, el infante traduce a Salustio a la manera de aquellos autores españoles del Siglo de Oro, con el empeño decidido de pasar a la posteridad gracias a una gran obra, y atiende a las propias enseñanzas del historiador latino, en especial cuando éste nos habla de los afanes humanos al comienzo de su biografía sobre Catilina, que reproducimos aquí como colofón en la propia versión del infante:
“Justa cosa es que los hombres, que desean aventajarse a los demas vivientes, procuren con el mayor empeño no pasar la vida en silencio como las bestias, a quienes naturaleza crió inclinadas a la tierra y siervas de su vientre. Nuestro vigor y facultades consisten todas en el animo y el cuerpo: de este usamos mas para el servicio, de aquel nos valemos para el mando: en lo uno somos iguales a los Dioses, en lo otro a los brutos.”
FRANCISCO GARCÍA JURADO
Bibliografía
María Luisa López Vidriero, “Traducción y tramoya: el Salustio de don Gabriel de Castilla”, Reales Sitios. Revista del Patrimonio Nacional. Año XXIII, 129, 1996, 41-53
Juan Martínez Cuesta, Don Gabriel de Borbón y Sajonia. Mecenas ilustrado en la España de Carlos III, Valencia: Pretextos ; Ronda (Málaga): Real Maestranza de Caballeria de Ronda, 2003
Antonio Mestre, Perfil biográfico de Don Gregorio Mayáns y Siscar, Valencia, Ayuntamiento de Oliva, 1981
Juan B. Olaechea, El infante Don Gabriel y el impresor Ibarra en la obra cumbre del Salustio, Madrid, Arbor, 1997

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Manuales hispanos de literatura clásica: su geolocalización

Geolocalización de los documentos del siglo XVIII, donde puede apreciarse el claro reparto entre la obra de los jesuitas expulsos en Italia y el círculo oficial en España.

Podemos afirmar, a estas alturas de su progreso, que el Catálogo Razonado de Manuales Hispanos de Literatura Clásica (CRMHLC) es un proyecto ejemplar. La concreción de sus objetivos y su metodología lo han convertido en un fructífero “laboratorio” de trabajo que desde 2009 viene dando interesantes resultados. Hoy vamos a tratar acerca del progresivo volcado de los datos básicos, los relativos a los documentos, a un entorno virtual del servidor LINHD (Laboratorio de Innovación de Humanidades Digitales). Esta labor es posible gracias a mi discípula Mónica de Almeida, cuya tesis doctoral, en curso, también se inscribe dentro del CRMHLC. Una de las ventajas que ofrece este entorno virtual y académico es la de poder experimentar con ciertas aplicaciones, como el geolocalizador, que va a revelar algunos aspectos significativos para comprender de manera sinóptica la historia de los manuales. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE 

-Breve historia del CRMHLC

El proyecto de CRMHLC nació en 2009, durante una estancia de investigación en el Real Colegio Complutense (adscrito a la Universidad de Harvard). Esta estancia fue posible gracias a la amable invitación de la dra. Mercedes López Salvá para participar en el grupo avanzado de investigación que ella dirigía. En el Real Colegio Complutense pude desarrollar un estudio relativo a la configuración del concepto de “Literatura latino-cristiana” durante el siglo XIX y comienzos del siglo XX, fundamentalmente dentro del contexto de la filología alemana y francesa. Al mismo tiempo, durante aquel tiempo, y gracias al extraordinario catálogo HOLLIS, disponible dentro de la web de la Universidad de Harvard, tomé conciencia de la posibilidad de llevar a cabo un catálogo razonado y completo de todos los documentos (manuales y programas de curso) relacionados con el estudio de las literaturas clásicas que, desde 1782 a 1935, se habían elaborado dentro del ámbito hispano. Lo que entonces tan sólo suponía la incipiente idea de plantear una compilación posible ahora se ha convertido en una sólida realidad. De hecho, aquella idea pasó a ser el proyecto investigador que, finalmente, he presentado para la obtención de la cátedra de filología latina de la Universidad Complutense de Madrid (su perfil es “Historiografía de la literatura latina”) y cuyos materiales, asimismo, han dado lugar a la lección magistral correspondiente.

No menos importante para el desarrollo de este proyecto ha sido la incorporación de Mónica de Almeida, que en este momento lleva a cabo su tesis doctoral bajo mi dirección con el título “Epicuro y Lucrecio en los manuales españoles de literatura griega y latina durante el siglo XIX”. Ella es, en cualquier caso, la responsable del progresivo volcado de datos básicos del CRMHLC a la base de datos.

-El entorno www.evilinhd.com

La base de datos en cuestión está disponible en www.evilinhd.com, entorno virtual de investigación libre y gratuito que puede utilizarse en el servidor del LINHD, a disposición de cualquier investigador. Nuestra página, en pruebas, es la siguiente: http://crmhlc.evilinhd.com/om/. Una de las herramientas más interesantes que ofrece este entorno es el geolocalizador de los datos. En el caso de los manuales y programas de curso, este geolocalizador ofrece interesantes resultados, dada la íntima relación que se establece entre los lugares de edición con la propia historia de la manualística.

-La geolocalización de manuales como reflejo de la Historia de España

De esta forma, si atendemos a la localización de los manuales publicados a finales del siglo XVIII, observaremos un claro reparto entre dos lugares: España (Madrid) e Italia:

La geolocalización del Specimen de Aymerich representa la obra de un jesuita expulso

Esta doble geolocalización es reflejo, en definitiva de la dualidad que presenta la incipiente historiografía de la literatura clásica en el ámbito hispano: el grupo de los jesuitas expulsos frente al círculo oficial de Madrid. Dentro de Italia, los manuales llevados a cabo por los jesuitas expulsos nos ofrecen una localización muy concreta que va desde Bolonia a Venecia, pasando por Ferrara:

El paso al nuevo siglo, ya en el decenio de los años 40 del siglo XIX, dará lugar a una nueva y puntual geolocalización: París. Allí se publica, en 1841, la traducción al español de un manual francés de literaura griega, el de Fléury de Lécluse. Este hecho no es en absoluto anecdótico, pues este manual estaba destinado a su distribución en las nuevas repúblicas hispanoamericanas. De hecho, su traductor fue Rafael de Ayala y Lozano, exvicecónsul de Colombia en París. Francia se va a convertir a partir de ese momento en la principal difusora de las ideas sobre el mundo clásico en Hispanoamérica. Sería muy interesante trazar, a posteriori, una geolocalización de la ubicación de este manual en las bibliotecas hispanoamericanas.

Desde 1846, fecha en que aparece el primer manual de una literatura clásica en España, la geolocalización va a repartirse por diversos lugares de la Península Ibérica:  Madrid (32) y Barcelona (21), seguidas por Zaragoza (6), Granada (4) y, con el mismo número, Oviedo (3), Santiago (3) y Valladolid (3). El resto se reparte entre Sevilla (2), Salamanca (2), Burgos (1), Ribadeo (1), Málaga (1) y Lérida (1). Puede observarse a simple vista la clara pujanza editorial de las ciudades de Madrid y Barcelona frente al carácter puntual de otros lugares.

Por su parte, contamos en el CRMHLC con cuatro documentos publicados en La Habana, que disfrutaba de autonomía educativa. Estos documentos suponen el esfuerzo que conlleva crear materiales propios para la docencia en un momento previo a la independencia de la isla con respecto a su metrópoli. Las dificultades de traer manuales escolares desde España motivaron fundamentalmente esta necesidad.

Finalmente, un manual publicado ya en una fecha que excede los límites impuestos a nuestro catálogo sorprende por su ubicación en la ciudad de Bogotá. Estamos hablando de la traducción de la Literatura latina de Friedrich Leo a cargo de Pedro Urbano González de la Calle. Es una obra concebida hacia 1935 y pensada para ser publicada en los anejos de la revista Emerita. Sin embargo, no vio la luz hasta 1950 en el Instituto Caro y Cuervo. Ese mismo año aparece la Literatura latina de Millares Carlo, publica por el Fondo de Cultura Económica en la ciudad de México. Esta obra, no casualmente, lleva una dedicatoria inicial a Pedro Urbano González de la Calle.

Partimos, pues, del exilio jesuítico en Italia a finales del siglo XVIII para llegar al exilio de los profesores republicanos tras la guerra civil del 36 en América. La geolocalización de las obras apenas tiene nada de casual, es un fotografía de la misma Historia. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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“Porque pobre he amado”: Ezra Pound y la voz de Orfeo (un ensayo de microfilología)

Ezra Pound fotografiado por David Lees en la veneciana Piazza de San Marco

Una pequeña y exquisita sorpresa aguarda al atento lector del Homenaje a Sexto Propercio (inicialmente publicado en 1917), uno de los más esenciales monólogos dramáticos de la literatura universal, escrito por el poeta Ezra Pound (1885-1972). Por pequeña e imprevista, la sorpesa puede pasar desapercibida, pero no por ello deja de ser reseñable. Nos referimos al verso ovidiano que, a manera de cita inicial (a partir de  la edición de 1926), nos ofrece, cual una esfinge, un singular enigma literario: Orfeo / “Quia pauper amavi”. POR FRANCISCO GARCIA JURADO HGLE

Para Jaime Siles

El Homenaje a Sexto Propercio de Ezra Pound es uno de los monólogos dramáticos más característicos de ese género que, según dicen, fue creado por Robert Browning (1812-1889), aunque es obvio que este poeta conocía bien las profundas raíces clásicas del recurso (en definitiva la creación de una voz poética que existe en calidad de tal voz), cuando tradujo en 1877 el Agamenón de Esquilo, en cuyo comienzo podemos leer la admirable rhêsis del  guardián nocturno. Desde la antigua perspectiva poetica de Esquilo o del mismo Catulo, Jaime Siles (Siles 2005) ha propuesto este antiguo origen para una forma poética que sólo adquiere, eso sí, toda su dimensión conceptual cuando supera el “yo” romántico.

En este sentido, no parece que sea circunstancial el hecho de que en el peculiar monólogo dramático que idea Ezra Pound se recree la voz de, al menos, un poeta antiguo,  la de Propercio. El monólogo fue compuesto durante la etapa londinense de Pound y apareció publicado el año de 1919 dentro de la revista Poetry.

La obra se construye a partir de una muy libre reelaboración del libro III de las elegías del poeta latino Propercio (Ruthven, 1969: 84-87), como ya nos sugiere el mismo título. No podemos obviar el hecho de que el poema responde a las vitales características que el propio Pound confiere a la tradición clásica, especialmente en lo que se refiere a la necesidad de que no nos sintamos ligados al pasado mediante ataduras, dado que ese pasado es, más bien, algo bello que nosotros conservamos (Pound, 1989: 19). Pound, por tanto, no aparece sometido o subordinado al poeta Propercio, sino en una suerte de singular diálogo donde, en definitiva, terminan confundiéndose sus respectivas voces.

Personae: The Collected Poems of Ezra Pound. New York: Boni and Liveright, 1926. Enlarged as Personae: Collected Shorter Poems of Ezra Pound. London: Faber & Faber, 1952. Enlarged ed, 1968. Reprint, New York: New Directions, 1971.

Así las cosas, este homenaje a uno de los poetas elegíacos considerados como “más modernos” constituye todo un deliberado intento de devolverlo a la vida mediante la resurrección de su voz, una voz que, por lo demás, no deja de estar implícita en sus propias elegías latinas.

Sin embargo, hay una significativa cita inicial, tomada tácitamente de Ovidio y atribuida a Orfeo, que bien podría constituir, en sí misma, un nuevo y minúsculo monólogo dramático dentro de la propia obra:

Orfeo

“Quia pauper amavi”[1]

En su laconismo exacerbado, estamos ante unas misteriosas palabras pronunciadas en latín por el poeta Orfeo, a saber: “Porque pobre he amado”. El texto latino proviene del libro segundo del Ars amatoria de Ovidio, dentro de unos versos que el poeta dedica a los “amantes pobres”: 

pauperibus vates ego sum, quia pauper amavi;

     cum dare non possem munera, verba dabam

(Ov., Ars. II 165)

Así traduce este admirable dístico elegiaco mi compañero Juan Luis Arcaz:

“Yo soy poeta para los pobres porque pobre he amado,

como no podía dar otra cosa, daba palabras”

(Arcaz 2000, 109-110)

Sorprendentemente, es Pound quien pone tales versos en boca de un yo inesperado, el de “Orfeo”. Además, Pound transcribe el nombre de Orfeo a la manera del inglés medio, en lugar del esperable “Orpheus”, o acaso como también aparece su nombre en la Comedia: “e vidi Orfeo” (Inferno, canto iv, 140). Por lo tanto, es aquí mismo donde comienza, inesperadamente, el juego de voces (¿Orfeo?, ¿Ovidio?, ¿Propercio?. ¿Pound?). En 1919 el verso de Ovidio había aparecido como título de una pequeña colección de poemas de Pound donde se encontraban, entre otros, tres de sus Cantos y el referido Homenaje a Sexto Propercio. El texto ovidiano podia leerse en la portada:

El nombre de Orfeo aparecía, también solitario, al pasar la pagina de portada. El texto ovidiano y el nombre de Orfeo se encontraban cercanos, pero no asociados. Será, sin embargo, en la edición de 1926, que aparece ya con el título de Personae, donde el verso latino deje de ser título para convertirse en una cita inicial bajo el nombre de Orfeo al comienzo del poema properciano. Da la sensación de que el verso de Ovidio y el nombre de Orfeo se han ido acercando hasta alcanzar una suerte de simbiosis literaria.

Ahora ya no sabemos, una vez convertido el texto en cita por Pound, si es el poeta moderno el que habla por medio de las palabras latinas o, incluso, si se refiere a Propercio, como si se tratara acaso de una cita propia de éste. De hecho, no aparece citado Ovidio, verdadero autor de la cita, en lugar alguno. De esta manera, el carácter de la cita es ilusorio, dado que ni se refiere en realidad a Orfeo ni pertenece, como podría creer un lector no avisado, a Propercio.

Sin embargo, si tomamos como punto de partida la propia creatividad de Pound, esta cita recogería como tal un importante aspecto temático, a saber, el de los sinsabores del amor, que oscilan entre el carácter trágico del propio mito de Orfeo y Eurídice y el tono elegíaco, cercano a los avatares amorosos de la comedia que luego en parte hereda la propia elegía latina. Esta suerte de dicotomía nos trae a la memoria un texto de Jaime Siles:

El yo moderno es menos lírico que trágico, y esto es algo que no siempre se ha sabido comprender. La elegía latina fue la primera en descubrirlo, los románticos alemanes fueron los segundos. (Siles, 2007: 35)

La cita de Pound, con el característico uso de pauper como predicativo, tan emotivamente cercano al miser de Catulo en su Carmen VIII, y la elocuente conjunción causal quia, que da cuenta de una razón vital, se conjuga perfectamente con el tiempo de perfecto en amavi. Esta frase podría atribuirse verosímilmente tanto al trágico episodio de la pérdida de Eurídice en los infiernos como a una correría nocturna de un joven personaje de la comedia o un poeta elegíaco.

Si el monólogo dramático plantea ya de por sí un problema en torno al sujeto, en esta composición tal problema se combina ahora con el de la propia autoría. El lector del Homenaje a Sexto Propercio sufre una suerte de doble ilusión/engaño: dado que puede comenzar la lectura pensando que está ante una mera traducción de Propercio, pero, al cabo de unos cuantos versos, olvida esta circunstancia y cree hallarse ante un poema de Ezra Pound. Algunos anacronismos o ironías contribuyen a esta segunda ilusión casi escénica.

Por tanto, esta ilusoria sensación acerca de la voz de quien habla realmente en el poema no deja de tener una naturaleza oscilante. Se produce, por tanto, un tránsito sutil desde el “yo” elegíaco de Propercio no tanto a un supuesto “yo” de Pound, sino a una voz poética, independiente ya de un “yo” concreto.

De esta forma, Pound no sólo acomete la paráfrasis de un texto antiguo, sino que también da lugar a un cambio significativo con respecto a la naturaleza de la propia voz poética originaria: del “yo” elegíaco pasamos al sujeto múltiple del monólogo dramático. En este sentido, es lógico que nos formulemos dos preguntas clave: quién habla y quién escribe en este poema. No debemos olvidar asimismo, que el propio Propercio inicia su elegía primera del libro III apelando a las sombras de los poetas-filólogos Calímaco y Filetas de Cos:

Sombras de Calímaco, fantasmas de Filetas de Cos,

es por vuestra arboleda por donde yo querría caminar,

yo, el primero en llegar de la fuente clara

trayendo a Italia las orgías griegas

y a Italia la danza (…).

(Pound, 2000: 401)

Ya en el segundo y el tercer verso, aparece el “yo” que interpela a ambos testigos mudos y nos pone de manera directa ante el problema fundamental del sujeto en el monólogo dramático: ¿quién es ese “yo” que habla? Ese “yo” no es ahora exactamente Propercio, sino un nuevo simulacro, pues los conscientes errores, omisiones y añadidos de Pound ya no nos permiten identificar ese “yo” con el poeta latino sin más.

En detinitiva, poesía convertida en juego de espejos o de autores que se transforman en meras voces. Francisco García Jurado HLGE

Bibliografía citada

Mª J. Barrios Castro, “Un fragmento ficticio de Safo en Ezra Pound: ¿Pseudocita o monólogo dramático?”, CFC (Egi) 19 (2009), pp. 233-244.

Ovidio, Arte de amar / Remedios de amor. Introducción, traducción y notas de Juan Luis Arcaz Pozo, Madrid, Alianza, 2000.

E. Pound, “La tradición”, en Ensayos literarios (selección y prólogo de T.S. Eliot), Caracas, Monte Ávila, 1989, p. 19.

E. Pound, Personae. Los poemas breves. Edición revisada, al cuidado de Lea Baechler y A. Walton Linz, Traducción de Jesús Munárriz y Jenaro Talens, Madrid, Hiperión, 2000.

K. Ruthven, A Guide to Ezra Pound’s Personnae (1926), Berkeley, Los Angeles, London, University of California Press, 1969

J. Siles, “Idea y sensación, alma y sentido (reseña a Robert Browning, La licencia y el límite)”, ABCD (3 de diciembre de 2005), p. 23.

J. Siles, El yo es un producto del lenguaje, Madrid, Fundación Juan March, 2007.

Notas

[1] No de manera muy diferente Pound reconstruye la voz entrecortada de Safo en su conocido poema “Papiro” (Barrios Castro, 2009).

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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Tres libros sobre Cicerón: tres visiones históricas

Una bonita antología de Cicerón que adquirí en Holanda

Hace años, cuando comencé a dar clase, todavía me atrevía a aconsejar a mis alumnos que crearan una buena biblioteca personal de filología clásica. Al menos para mí, la biblioteca, tanto la personal como la de la sección de clásicas de la Complutense, han constituido una suerte de paraísos intelectuales donde, además de aprender, podía disfrutar de un tiempo, siempre anhelado, de tranquilidad y solaz; tiempo de calidad, en suma, sin el cual no concibo mi trabajo. He ido viendo, sin embargo, cómo año tras año los libros compuestos de tapas y de hojas se han ido desplazando por los dispositivos electrónicos, hasta el punto de que ya para muchas personas resulta casi inconcebible adquirir un libro. Insisto, y no creo que se trate simplemente de una cuestión nostálgica, en la dimensión bibliográfica y libraria de nuestras disciplinas humanísticas, pues también la historia de los libros nos puede revelar muchas cosas y, en el caso que seguidamente nos va a ocupar, con respecto a la visión que de Cicerón se ha tenido a lo largo del tiempo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

De esta forma, y simplemente sin salir de algunos de los libros más antiguos que sobre Cicerón hay en mi biblioteca, podemos dar un pequeño paseo por tres de las representaciones que del autor se hacen en sendos volúmenes que van desde el siglo XVIII hasta la primera mitad del XX. Por ejemplo, veamos esta edición correspondiente al libro titulado De los oficios y publicada en Valencia en 1774:

No resulta, ciertamente, casual, que un libro de moral práctica como es el De officiis aparezca traducido al la lengua española en pleno siglo XVIII. Además, el traductor no es otro que el humanista gaditano del siglo XVI Francisco Tamara, en lo que no deja de ser un precioso ejercicio retrospectivo, muy propio del pensamiento ilustrado, de rescatar excelentes versiones castellanas de los clásicos correspondientes al llamado “Siglo de Oro” de la literatura española (tanto traducciones como obras de creación) para que sirvan al nuevo presente.

El siguiente volumen nos da ya cuenta de una edición propia del siglo XIX:

Nos encontramos ante una edición inglesa de 1825 (recordemos que en Inglaterra, gracias a la biografía que le dedicó a Cicerón en pleno siglo XVIII Conyers Middleton, nuestro orador se convirtió en un modelo de político), donde todavía consta esa expresión tan conocida para las ediciones dedicadas a la juventud: in usum delphini. La expresión, conviene recordarlo, proviene de una colección de clásicos griegos y latinos destinados a la educación del hijo del rey Luis XIV de Francia que se creó por iniciativa del duque de Montausier. Esta fórmula aparecía en la portada de las ediciones de textos clásicos, textos a los que se había quitado cualquier pasaje escabroso o no apropiado para el joven delfín. De ahí, pasó a referirse a toda edición de un clásico que estuviera expurgada, o fuera apta para el uso de la juventud.

Pasando ya al siglo XX, resulta muy interesante, debido, sobre todo, a su significado político, esta edición escolar publicada en Alemania el año de 1939:

Se trata de un volumen publicado por la prestigiosa editorial Teubner nada menos que el año en que comenzó la Segunda Guerra Mundial, es decir, en los tiempos del tercer Reich. Dentro del volumen pueden leerse textos del De republica, aunque, en principio, el título en alemán, Der Römische Staat, no nos lleve a pensar directamente en esta obra. Para ello, tenemos ya que abrir el libro y leer en la contraportada:

CICERO, DER RÖMISCHE STAAT

Eine Auswahl aus Cicero de re publica

Nótese, por tanto, la intencionalidad del título en alemán, que deja en muy segundo plano el verdadero título de la obra, título que acaso a alguien pudiera hacerle pensar todavía en la extinta República de Weimar, finiquitada en 1933. Una vez más, toda historia, por antigua que sea, se vuelve contemporánea.

De esta forma, y en la idea de que los libros no solamente transmiten a Cicerón y sus textos, sino que también lo representan y reinterpretan, considero interesante reinvindicar esa dimensón libraria de nuestros conocimientos. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

Prof. Dr. Francisco García-Jurado

Catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid. Dirige el Grupo UCM de investigación "Historiografía de la literatura grecolatina en España"

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