Gobierno hondureño encubre involucramiento en asesinatos de líderes indígenas
Por
Andrea Lobo
23 marzo 2016
Activistas indígenas y de los derechos humanos se tiraron a las calles de la capital en Tegucigalpa, Honduras, el pasado miércoles 16 de marzo para exigir una explicación por el asesinato de la activista hondureña por los de derechos indígenas, Berta Cáceres, y un alto a la matanza desenfrenada de activistas en todo el país.
Desde el asesinato de Cáceres, el 3 de marzo, el gobierno hondureño le ha atribuido continuamente la culpa al movimiento indígena para encubrir su propia responsabilidad en permitir que el asesinato ocurriera.
Menos de dos semanas después, Nelson García, miembro de la organización dirigida por Berta Cáceres, fue asesinado al recibir cuatro disparos en la cabeza cuando llegaba al mediodía a la casa de su suegra. Esa mañana, él estaba asistiendo a varias familias que sacaban sus pertenencias de la comunidad de Río Chiquito, de donde estaban siendo desalojados por la policía, la policía militar y el ejército.
Gobernando el segundo país más pobre en América Latina, la élite oligárquica hondureña logró consolidar su control estatal después del golpe militar, respaldado por los Estados Unidos, del 2009 que derrocó al gobierno electo del presidente Manuel Zelaya. Desde entonces, ha dejado claro su compromiso de facilitar el saqueo corporativo de todos los recursos del país, manteniendo el descontento popular bajo control con una campaña militarizada de miedo. Para ello, busca ocultar el carácter sistémico de los asesinatos de destacados activistas e implementar una fachada de que se defienden los derechos humanos y se lucha contra la corrupción.
La ONG Global Witness declaró a Honduras como el “peor país para ser ecologista”, al tener “un clima cercano a la impunidad total” que contribuyó a la matanza de 109 activistas ambientales entre el 2010 y 2015, la tasa más alta per cápita en el mundo.
Billy Kyte, un miembro de Global Witness, comentó: “Los hondureños están siendo asesinados a tiros en plena luz del día, secuestrados o agredidos por interponerse en sus tierras ante las empresas que desean monetizarlas”.
Ya para el 2009, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) había solicitado la protección de Cáceres por el peligro que enfrentaba crecientemente como una de las opositoras principales en contra del golpe de estado del 2009 y de las subsecuentes elecciones fraudulentas.
Cómo líder del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), Cáceres también encabezó la lucha en contra de más de diez proyectos hidroeléctricos, principalmente el de la represa Aguas Zarcas, para proteger tierras sagradas y ricas en recursos naturales habitadas por los Lencas, la población indígena más grande en el país. En Aguas Zarcas, la exitosa exposición de violaciones de derechos humanos hizo que la transnacional china Sinohydro y el Banco Mundial cesaran su financiamiento; consecuentemente, se le otorgó a Cáceres el Premio Ambiental Goldman del 2015.
Cáceres dijo que, días después del golpe del 28 de junio del 2009, ya se estaban confiriendo concesiones para varios ríos. Según la organización del Premio Goldman, fueron aprobados cientos de proyectos hidroeléctricos y mineros, así cediendo alrededor del 30% de la tierra del país a concesionarios.
Cáceres comentó: “El capitalismo está en una demencia de acaparar has el último bien de la naturaleza, precisamente porque no se va a poder sostener y necesita seguir acabando y comiéndose al planeta.”
El primer presidente electo tras el golpe de estado, Porfirio Lobo, redujo en un 20 por ciento el gasto social, aceptó $1,75 millones de la Embajada de Estados Unidos dirigidos a apoyar los “esfuerzos de las autoridades hondureñas” e inició un programa de ajuste estructural del FMI a cambio de un crédito de $202 millones.
Estas medidas han exacerbado el estancamiento económico de décadas en el país, con consecuencias sociales devastadoras. Desde el golpe de estado, la tasa de pobreza se ha disparado, alcanzando un máximo de 66,5 por ciento en el 2012; 36 por ciento de la población vive en extrema pobreza, incluyendo la impresionante cifra de siete de cada diez familias rurales.
La tasa de desempleo oficial vio un salto significativo el año pasado de 5,3 por ciento a 7,3 por ciento, y se ha estimado que cerca de 1 millón de jóvenes no trabajan ni estudian.
El empobrecimiento desde el golpe de estado ha alimentado la creciente membresía a las pandillas, un aumento del 20 por ciento en la tasa de asesinatos y un aumento en el número de niños y madres huyendo de la violencia hacia los Estados Unidos.
La administración Obama ha actuado continuamente en apoyo a las violaciones de derechos democráticos por parte del régimen hondureño, como indicado por la afirmación de Hillary Clinton en su libro Decisiones difíciles de que trabaron para “restablecer el orden” en Honduras de manera en que “se silenciaría la cuestión de Zelaya.” Cáceres misma condenó a Clinton por legitimar el golpe de estado.
Para el 2016, el gobierno estadounidense le asignó mil millones de dólares a su Plan de Alianza para la Prosperidad con Honduras, Guatemala y El Salvador. Mientras supervisa la intensificación de deportaciones y allanamientos de los refugiados centroamericanos viviendo en Estados Unidos, Washington continúa siendo responsable por el empeoramiento de condiciones que impulsa la huida de los refugiados.
El mes pasado, el presidente hondureño Juan Orlando Hernández, bajo los auspicios de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la embajada estadounidense, puso en práctica la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (Maccih) y su brazo ejecutor, la operación “Avalancha”, supuestamente para “ganarse el respeto del pueblo en Honduras y se convierta en pieza esencial del sistema democrático”.
En lugar de recuperar algún tipo de control dentro de la crisis de gobernabilidad e ilegalidad que se profundiza, al favorecer a ciertos grupos de crimen organizado sobre los demás, el gobierno sólo ha intensificado las luchas lucrativas y violentas entre bandas y ha despejado el camino para mayor corrupción e impunidad, conduciendo a más muertes violentas de activistas.
Una impactante expresión del peligro y la sensación de impotencia sentida por muchos es que el elogio fúnebre de Cáceres, por compañeros de trabajo en el COPINH y otras organizaciones, fue escrito “años antes de su muerte”.
La Policía Nacional culpó a Cáceres por rechazar protección, denuncias que han sido negadas por la CIDH y el COPINH. El día después del incidente, la policía arrestó a Aureliano Molina Villanueva, miembro del COPINH, como principal sospechoso, sólo para dejarlo ir bajo vigilancia un día más tarde.
Poco después de la muerte de Nelson García, la Policía Nacional emitió un comunicado insistiendo, sin ninguna evidencia, que es un crimen aislado, sin ninguna relación a los desalojos que tuvieron lugar esa mañana.
El Consejo por la Justicia y Derecho Internacional (CEJIL) y Amnistía Internacional (AI) se han unido a las denuncias contra el gobierno por tratar de encubrir su responsabilidad. Después de que el presidente Hernández rechazara una reunión sobre el asesinato de Cáceres, la directora para las Américas de AI, Erika Guevara-Rosas, declaró que “las autoridades hondureñas dicen una cosa y hacen otra”.
COPINH ha culpado al gobierno por tratar de “limpiar su imagen a nivel nacional e internacional” creando la ilusión de ser un “crimen pasional o un crimen personal”. Al pintar estos crímenes como subjetivos y ocultar la conexión objetiva entre la opresión violenta contra las comunidades y sus líderes y una mayor apertura al capital financiero, el gobierno hondureño está protegiendo sus propios intereses, que están íntimamente ligados con la militarización y explotación imperialista estadounidense de los trabajadores y los recursos de la región.
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