Ciudades imaginadas: Ginebra, excepción sucesiva

                        Andrés M. Vicent

Anónimo, "Geneva Civitas", pour Pierre Chouet, 1655, Bibliothèque de Genève, Genève.

Anónimo, “Geneva Civitas”, pour Pierre Chouet, 1655, Bibliothèque de Genève, Genève.

    Hay ciudades que cobran significados específicos en los imaginarios políticos, adquiriendo la condición de conceptos y desempeñando un papel que les aproxima a las utopías.

   En el semestre de primavera de 2012 tuve la oportunidad de asistir a la asignatura European Early Modern Culture  de James S. Amelang en la Universidad Autónoma de Madrid. Cada semana del curso la dedicamos al estudio de una ciudad europea que por su cultura urbana entre los siglos XVI y XVIII ejemplificase de un  modo especial una característica propia de la modernidad. Mi ensayo final se concentró en la ciudad de Ginebra en la cronología que E.W. Monter bautizó como Calvin’s Geneva (1967). Gracias a una beca Erasmus, el curso siguiente fui alumno del Departamento de Historia de la Universidad de Ginebra. Aproveché mi estancia para dedicar mi Trabajo de Fin de Grado a examinar la historia del binomio “Ginebra” y “Revolución” en el gozne entre los siglos XVIII y XIX. Además pude cursar alguna asignatura sobre la  historia de la ciudad. Así aprendí que Ginebra con su peculiarísima identidad, fruto de su particular confesionalización, pero también de su situación geográfica, ha sido con frecuencia una ciudad “imaginada” en la historia política occidental: a menudo un modelo, otras veces un concepto o una metáfora con pretensión de universalidad.

   En la época de la Konfessionbildung, Ginebra era mirada por los pastores de la fe reformada como el modelo a imitar, mientras que en la cosmovisión católica aparecía con tintes distópicos. Al margen de la correspondencia que tales referencias tuvieran con la realidad ginebrina, quiero señalar cómo el ejemplo o el resumen de una teología, una política y una sociedad era una ciudad en concreto. En el paisaje teológico y cultural de ese momento, había otra ciudad que se oponía con claridad en el imaginario europeo: Roma. Sin embargo, Roma no parece que funcionara como un modelo en el discurso católico, sino como un referente de autoridad. La emulación de Roma es una constante ineludible en la tradición política occidental pero, sobre todo, de la Roma que se conceptualizaba como “antigua”: la republicana e imperial. Al afirmar que Ginebra era la “Roma protestante” no se aludía sólo a su antagonismo respecto a la ciudad papal, sino que se la identificaba como “modelo” de todas las comunidades reformadas. Además de invocarla, los pastores que salían de su Académie a fundar nuevas comunidades, pretendían reproducir otras “ginebras”. Como Juan Pro señalaba en una entrada anterior fue en América, en este caso en la del Norte, donde esta supuesta reedición de Ginebra se pudo llevar a cabo con mayor ambición. Actualmente, hay nueve ciudades en los Estados Unidos que se llaman “Geneva”.

   En la Ilustración, Ginebra volvió a estar en la palestra política y cultural. Era el contexto intelectual y político de Rousseau, que firmaba sus obras como “citoyen de Genève”, exhibiéndolo como si fuera un título nobiliario. Los conceptos de comunidad, representación e igualdad que manejaba estaban muy influidos por los avatares teológicos, políticos y sociales de su ciudad durante el s. XVIII y era la comunidad pura inspirada por Calvino la que reivindicaba. Fruto de ese debate entre patricios y burgueses sobre el momento fundacional de la república – que se sirvió del lenguaje iusnaturalista, de la tradición calvinista y de las obras de Maquiavelo-   se armó la idea de que Ginebra tenía una constitución mixta. Era una “aristodemocracia”, proponiéndose así como ejemplo de república. “Le gouvernement de Genève a tous les avantages et aucun des inconvénients de la démocratie” sentenciaba resueltamente D’Alembert en el artículo de la Encyclopédie (1757) que dedicaba a la ciudad del Léman, optando por el bando patricio. Estas luchas también tuvieron sus exiliados que contribuyeron a difundir la imagen de una antigua Ginebra ideal. Tanto que incluso alguno trató de fundar una “New Geneva” en Irlanda.

   Aun habría una versión más de Ginebra como concepto. Desde la fundación de la Cruz Roja (1863), pasando por la firma de la primera Convención de Ginebra (1864) y, sobre todo, la instalación de la Sociedad de Naciones (1920) en la ciudad, Ginebra adquiriría una tercera imagen excepcional como “ville internationale” o “ville de paix” que experimentó su momento álgido durante la Época de Entreguerras y sería el símbolo de la colaboración internacional donde se imponía un espíritu global más allá de los intereses nacionales. Aunque ya durante la Gran Guerra, como refugio de pacifistas, alcanzó cierto protagonismo. En la actualidad, sus prácticas bancarias y su particular fiscalidad no han dejado de señalarla también como un concepto distópico para algunos, aunque ideal para otros.

   Más allá de la particular historia de Ginebra y su identidad excepcional que la convirtió a menudo en un ejemplo, creo que para el proyecto puede ser interesante reflexionar sobre la importancia que la ciudad tiene en la imaginación política occidental. A menudo imaginar comunidades ideales, estados ideales o su contrario se ha traducido en imaginar ciudades ideales. Es clara la fuerza de la idea de polis en la filosofía griega, al tiempo que Roma era antes una ciudad que un imperio. Tanto es así, que decir “pensamiento político” en su sentido etimológico es muy parecido a decir “pensamiento ciudadano”. Los estoicos se quisieron ciudadanos del  universo, acuñando la palabra “cosmopolita”. San Pablo advertía a los cristianos de Filipo de que eran “ciudadanos del Cielo” y más tarde San Agustín hablaría a propósito de una Ciudad de Dios. La historia de las culturas políticas podría ser narrada como una sucesión de ciudades, aunque fueran imaginadas. Creo que el célebre libro de David Harvey sobre Paris y la modernidad es un magnífico ejemplo de esto.

   Subrayar la importancia de la idea de ciudad, no contradice la posibilidad de tener en cuenta el papel de lo rural en las culturas políticas. Al revés, se trata de destacar la dimensión espacial de las utopías o, al menos, señalar la importancia del espacio, ya sea urbano o rural, en la imaginación política. Creo que es oportuno discernir si el  escenario de una proyección política es algo más que un significante arbitrario, es decir, si el paisaje contiene significados. Sería discutir, por ejemplo, si las utopías agrarias y las urbanas son opuestas en sus valores políticos o pueden ser coincidentes. Los contrarrevolucionarios en Ginebra no fueron campesinos iletrados, sino los pastores de la fe reformada, guardianes de la comunidad pura preservada en la ciudad durante más de dos siglos y los más firmes adversarios de la “tiranía romana”.


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