"Hoy es introducida en las regiones sublimes y presentada en el templo celestial la única y santa Virgen, la que con tanto afán cultivó la virginidad, que llegó a poseerla en el mismo grado que el fuego más puro. Pues mientras todas las mujeres la pierden al dar a luz, Ella permaneció virgen antes del parto, en el parto y después del parto.
Hoy el arca viva y sagrada del Dios viviente, la que llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, templo no edificado por manos humanas. Danza David, abuelo suyo y antepasado de Dios, y con él forman coro los ángeles, aplauden los Arcángeles, celebran las Virtudes, exultan los Principados, las Dominaciones se deleitan, se alegran las Potestades, hacen fiesta los Tronos, los Querubines cantan laúdes y pregonan su gloria los Serafines. Y no un honor de poca monta, pues glorifican a la Madre de la gloria.
Hoy la sacratísima paloma, el alma sencilla e inocente consagrada al Espíritu Santo, salió volando del arca, es decir, del cuerpo que había engendrado a Dios y le había dado la vida, para hallar descanso a sus pies; y habiendo llegado al mundo inteligible, fijó su sede en la tierra de la suprema herencia, aquella tierra que no está sujeta a ninguna suciedad.
Hoy el Cielo da entrada al Paraíso espiritual del nuevo Adán, en el que se nos libra de la condena, es plantado el árbol de la vida y cubierta nuestra desnudez. Ya no estamos carentes de vestidos, ni privados del resplandor de la imagen divina, ni despojados de la copiosa gracia del Espíritu. Ya no nos lamentamos de la antigua desnudez, diciendo: me han quitado mi túnica, ¿cómo podré ponérmela? (Cant 5, 3). En el primer Paraíso estuvo abierta la entrada a la serpiente, mientras que nosotros, por haber ambicionado la falsa divinidad que nos prometía, fuimos comparados con los jumentos (cfr. Sal 48, 13). Pero el mismo Hijo Unigénito de Dios, que es Dios consustancial al Padre, se hizo hombre tomando origen de esta tierra purísima que es la Virgen. De este modo, siendo yo un puro hombre, he recibido la divinidad; siendo mortal, fui revestido de inmortalidad y me despojé de la túnica de piel. Rechazando la corrupción me he revestido de incorrupción, gracias a la divinización que he recibido.
Hoy la Virgen inmaculada, que no ha conocido ninguna de las culpas terrenas, sino que se ha alimentado de los pensamientos celestiales, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo viviente, se encuentra en los tabernáculos celestiales. En efecto, ¿quién faltaría a la verdad llamándola cielo?; al menos se puede decir, comprendiendo bien lo que se quiere significar, que es superior a los cielos por sus incomparables privilegios. Pues quien fabricó y conserva los cielos, el Artífice de todas las cosas creadas —tanto de las terrenas como de las celestiales, caigan o no bajo nuestra mirada—, Aquél que en ningún lugar es contenido, se encarnó y se hizo niño en Ella sin obra de varón, y la transformó en hermosísimo tabernáculo de esa única divinidad que abarca todas las cosas, totalmente recogido en María sin sufrir pasión alguna, y permaneciendo al mismo tiempo totalmente fuera, pues no puede ser comprendido.
Hoy la Virgen, el tesoro de la vida, el abismo de la gracia—no sé de qué modo expresarlo con mis labios audaces y temblorosos—nos es escondida por una muerte vivificante. Ella, que ha engendrado al destructor de la muerte, la ve acercarse sin temor, si es que está permitido llamar muerte a esta partida luminosa, llena de vida y santidad. Pues la que ha dado la verdadera Vida al mundo, ¿cómo puede someterse a la muerte? Pero Ella ha obedecido la ley impuesta por el Señor1 y, como hija de Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su Hijo, que es la misma Vida, no la ha rehusado, y por tanto es justo que suceda lo mismo a la Madre del Dios vivo. Mas habiendo dicho Dios, refiriéndose al primer hombre: no sea que extienda ahora su mano al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre (Gn 3, 22), ¿cómo no habrá de vivir eternamente la que engendró al que es la Vida sempiterna e inacabable, aquella Vida que no tuvo inicio ni tendrá fin?
Si el cuerpo santo e incorruptible que Dios, en Ella, había unido a su persona, ha resucitado del sepulcro al tercer día, es justo que también su Madre fuese tomada del sepulcro y se reuniera con su Hijo. Es justo que así como Él había descendido hacia Ella, Ella fuera elevada a un tabernáculo más alto y más precioso, al mismo cielo.
Convenía que la que había dado asilo en su seno al Verbo de Dios, fuera colocada en las divinas moradas de su Hijo; y así como el Señor dijo que El quería estar en compañía de los que pertenecían a su Padre, convenía que la Madre habitase en el palacio de su Hijo, en la morada del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. Pues si allí está la habitación de todos los que viven en la alegría, ¿en donde habría de encontrarse quien es Causa de nuestra alegría?
Convenía que el cuerpo de la que había guardado una virginidad sin mancha en el alumbramiento, fuera también conservado poco después de la muerte.
Convenía que la que había llevado en su regazo al Creador hecho niño habitase en los tabernáculos divinos.
Convenía que la Esposa elegido por el Padre, viviese en la morada del Cielo.
Convenía que la que contempló a su Hijo en la Cruz, y tuvo su corazón traspasado por el puñal del dolor que no la había herido en el parto, le contemplase, a El mismo, sentado a la derecha del Padre.
Convenía, en fin, que la Madre de Dios poseyese todo lo que poseía el Hijo, y fuese honrada por todas las criaturas.
San Juan Damasceno (726)
Homilía 2 en la dormición de la Virgen Marta